23 de febrero de 2010

Sin rumbo (fragmento i)

Estaba sentado en esta misma banca, mirando pasar a los transeúntes, cuando se acercó un perro y se detuvo frente a mí. Me miraba fijamente, con la lengua de fuera, y permaneció así largo rato hasta que realmente me hizo creer que quería que le dijera lo que estaba pensando. Eso me incomodó mucho: me molesta que la gente me mire; desde que era niño me molestaba, me hace sentir mal... El solo hecho de que alrededor haya algunas cuantas personas me perturba; me incomoda la posibilidad del escudriñamiento ajeno. Cada vez que le cuento esto a la gente, me dice que exagero. Yo les digo que no. Les explico que, cuando estoy en un lugar donde hay personas que no conozco, comienzo a pensar menos fluidamente y mi mente se concentra en mi cuerpo, en mis movimientos; estoy consciente de mi mano en mi pierna, de la tensión en mis labios, del piso en mis pies; estoy consciente de mi caminar, del movimiento de mis brazos y piernas, de la irregularidad del piso, y me siento torpe, y lo soy un poco; es como si, al darme cuenta de la conciencia de todos, mi conciencia creciera hasta ceñirme el cuerpo: agacho la cabeza, me encorvo un poco y miro de reojo. Tal vez después de unos 15 minutos comienzo a sentirme mejor: mis pensamientos vuelven hacia acontecimientos abstractos y se olvidan de mi cuerpo... Pues te hablaba del perro que husmeaba pensamientos: me incomodó, así que miré de pronto a la derecha; él miró entonces en la misma dirección. En realidad yo no miraba nada; simplemente giré la cabeza porque quería observalo sin que él lo hiciera de vuelta; se me ocurrió que podría ver su interior, sus intenciones, o que lo dejaría vulnerable como él antes a mí. La verdad, no vi nada... Pero me gustó observarlo; ver su lengua, cómo se agitaba un poquito, al mismo ritmo que su costado; ver el color de su pelaje, negro en el lomo, amarillo, blanco en el vientre. Era un pastor alemán. Creo que si me imaginara contándote una historia en que me encontrara un perro que fisgoneara mis pensamientos, definitivamente imaginaría un pastor alemán. Me tranquiliza su forma, me hace pensar que son contemplativos, como yo... Pero quién sabe... Pues volvió a mirarme, curiosaba mis pensamientos otra vez, y me incomodó mucho más, porque no entendía por qué quería molestarme. Entonces le dije con un tono humillante: ¿Por qué ustedes andan así, sin rumbo: por aquí, por allá, husmeando la basura? ¿Nunca piensan adónde van? Realmente me había irritado. Aunque no me gusta enojarme, porque mi interior se pone revuelto, inflado, vaporoso, nebuloso; podría confundirme y no me gusta estar confundido... El pastor sólo agachó la cabeza y olió el piso. Eso me desconcertó, pero entonces recordé que los perros entienden palabras: son capaces de ligar sonidos a objetos en el mundo, asociados con acciones; Stanley Coren me ha convencido, y Julia Fischer también, junto con el border collie Rico. Entonces consideré la posibilidad de que el pastor tal vez fuera un monje zen que me decía, con un acto, el por qué de su falta de rumbo, como un koan, y me hizo reír. Los koans siempre me han hecho reír. ¿A ti no?... Su acto zen me relajó, y ese mismo acto me hizo pensar de pronto que el pastor era por lo menos tan inteligente como yo, así que empecé a hablarle de uno de los experimentos mentales de Einstein: Hay un experimento mental de Einstein que me gusta mucho y que leí en una colección de libros de Time Life que estaba en mi casa cuando era niño, y movió las orejas para atrás y para adelante, como si se prepara para concentrarse. Por ese gesto, levanté las cejas, estoy seguro. Quizás hasta hice la cabeza un poco para atrás, y pensé: Pues si me va a escuchar, le cuento todo el experimento: En el experimento hay tres personas: dos están en un mismo tren, cada una a cada extremo; la otra está en una estación, esperando al tren, que se acerca desde su izquierda; cuando el tren pasa y la mitad del tren está justo enfrente de ella, ésta emite, al mismo tiempo, dos rayos de luz, uno a la derecha y otro a la izquierda. Justo cuando le dije eso, el pastor miró para otro lado, y pensé que él también quería observarme sin que yo lo observara. Pero no: lo miré y él siguió con la mirada clavada hacia esa fuente de allá. Parecía que escuchaba los chorros de agua que caían. Imaginé que escuchaba las gotas que golpeaban unas contra otras en el aire, el ruido del motor de la bomba que expulsaba el agua hacia arriba, el agua que corría por la tubería y que intentaba entender el recorrido del agua hasta que lo imaginara. En eso se volvió hacia mí, y continué mi relato: Para la persona en la estación, los rayos no llegaron simultáneamente a cada persona en el tren; para esa persona, los rayos recorren distancias distintas: una de las personas del tren se acerca a la luz y la otra se aleja de ella; para las personas del tren, los rayos llegaron simultáneamente hacia cada una. El pastor inclinó la cabeza hacia un lado. Tuve la fuerte impresión de que me preguntó por qué le contaba esas cosas, o por qué los rayos llegaban simultáneamente para las personas del tren y no para la de la estación, o por qué los perros entienden palabras. No creí que me preguntara otra cosa. Siempre he pensado que, cuando inclinan la cabeza hacia un costado, están preguntando algún porqué. Le contesté: No sé, porque me gusta la Física... En cuanto a los rayos de luz, llegan simultáneamente para unos y no para otros, porque la velocidad de la luz es constante desde cualquier sistema de referencia inercial: uno no acelerado o rotatorio... Y se me ocurre que los perros entienden palabras porque interpretan lo que perciben; de otra manera estarían muertos. Entonces el perro me dejó hablando solo, se fue a olfatear en la jardinera al lado de la banca, meó en el árbol y siguió olfateando. Yo le seguí contando: Creo que, con esa lectura, la del experimento, nació mi interés por la Física: al terminar esa lectura sentí alegría, admiración y curiosidad; pero la admiración no era hacia Einstein, era hacia la idea; era una contemplación, una demora... La alegría y la admiración eran simultáneas, además, livianas y sosegadas, como un pequeño éxtasis... La curiosidad venía después... También había un libro sobre Matemáticas en la colección, pero no entendí nada, y no me atrapó... Recuerdo que recordaba el nombre Topología, algunas probabilidades con una baraja y una larga expansión decimal de π truncada. Y guardé silencio. Después de un rato, el perro se fue. Yo me quedé pensando en el tomo sobre Física de Time Life. ¿A ti no te gusta la Física? A mí me gusta. Me gustaban los experimentos mentales de Einstein; pensaba que la Teoría de la Relatividad debía de ser algo fantástico y que sólo gente muy inteligente podía entender. Me emocionaba la posibilidad de entender y hacer algo así. No tenía muy claro qué significaba algo así. Por supuesto que ahora lo sé: era imaginar, idear, crear algo que produjera esa misma alegría y admiración, ese mismo éxtasis chiquito que me provocaron las ideas de Einstein... El perro volvió. Venía con una especie de artefacto en el hocico, que me ofreció en la mano. Era una brújula.1

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© Enrique Ruiz Hernández