4 de junio de 2011

Por un pelo de rana calva (fragmento)


Daniel está sentado en su escritorio y desde esta distancia se ve muy pequeño. Parece que teclea una historia que se le dificulta sobremanera. Se toma el cabello y se rasca la barbilla, tupida de un vello que le crece en este momento pero que aún no llega a estorbar su teclado. Su cabello ondula cada vez que él escribe; seguramente es indicio de pensamiento verbal en actividad. Ahora la ventana amplía su abertura, vertical y horizontalmente. Puedo ver, desde aquí, el muro frente a Daniel, que, cuando abandona el teclado, le gesticula a regañadientes. El muro se contorsiona y reblandece cambiando su superficie de forma y color (en colores). Desde el muro, un hombre resuelto seguido de uno irresuelto se aproxima a su escritorio con intrigante lentitud. El resuelto golpea sobre este, el irresuelto mira calladamente hacia el piso. Desde el muro, una mujer voluptuosa seguida de una que ningún deseo produce se acerca balanceando las caderas, las cuales son seguidas por todos los hombres presentes: los ojos de todos cambian de dirección con una celeridad que los músculos oculares de Daniel no resisten bien, de modo que pierde un ojo que va a parar hasta un camello que bebe tranquilamente en un oasis dentro de la pared. El resuelto le toma la mano a la voluptuosa, luego la cintura y le dice: “Estás bien sabrosa”. El irresuelto mira con timidez a la otra, que se le acerca y pregunta su nombre. Ella adivina que se llama Rodrigo porque desde que nació ha sido clarividente. El resuelto aprieta sus labios contra los de la buenota, que, en respuesta, se retuerce y gime como un jorobado bactriano. Desde el muro, otro camello, con las jorobas desinfladas, corre en dirección a la voluptuosa, con tanta prisa y alevosía, que Daniel se levanta del escritorio para no ser embestido por ese energúmeno animal cuyas patas se clavan en el piso como en la arena del Sahara. El camello que bebe tranquilamente mira a ese camello con una curiosidad que lo impulsa a abandonar el oasis y a correr de la misma manera desesperada. Otro camello todavía más desesperado que aparece desde la lejanía se aproxima, con los ojos llenos de lágrimas, a gran velocidad. Otro camello más desesperado que el lacrimoso corre todavía más rápido, como un proyectil. El irresuelto, que sigue pensando en cómo decir su nombre a la mujer que ningún deseo produce, levanta la mirada para asegurarse del estado de ánimo de la mujer y poder determinar con toda certeza si le conviene decir su nombre en tal situación; pero se percata de los camellos que corren a toda velocidad: uno hacia la voluptuosa, otro hacia aquel, otro hacia el anterior y el último hacia este; y se dispone entonces a tomar de la mano a la mujer que ningún deseo produce, y se la toma, pero una vez que lo ha hecho, se pasma de asombro por ese breve momento de asertividad y vuelve a quedarse en la irresolución, así que el primer camello lo arrolla y le grita: “¡Pendejo!”, y el irresuelto, mientras gira como un trapo por el piso, lanza un alarido de dolor que hace romper en llanto a la mujer que ningún deseo produce. Desde el techo, súbitamente aparece Edgar Omar Avilés diciendo: “Son textos que no obedecen absolutamente a la lógica de este nuestro mundo” y desaparece de igual manera. El llanto provoca a los camellos un desconcierto cercano al pavor y, por lo tanto, ninguno la coge, ni a la otra por semejante. El resuelto, en su sorpresa, por un reflejo, le agarra una teta a la damita sabrosa antes de salir disparado como bólido en un salar: le encantan tanto las tetas, que su resuloción puede más que su supervivencia. Luego que el desconcierto termina, la mujer voluptuosa es embestida por el camello con jorobas desinfladas, porque le tiene envidia de tan hermosas jorobas que ella luce con gran garbo y soltura. El último camello, el que va como proyectil, alcanza al resuelto, para pisotearlo hasta terminar con su resolución. El irresuelto siente una ira como nunca antes y se pone de pie; la adrenalonina, parecida a la adrenalina, le corre por la sangre y, en consecuencia, obtiene una fuerza descomunal, de la que se sirve para hacer girones a los camellos poseídos por la impaciencia, salvo las bocas (pues le encanta ver a los peces morir), las cuales balbucean y hacen burbujas de sangre como cuando, angustiados, se ahogan los peces.

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Enrique Ruiz Hernández

2 comentarios:

josé manuel ortiz soto dijo...

Quique, un tanto confusa la historia, pero al mismo tiempo sin confusión. Me gustó y mientras leía imaginaba la escena en un cortometraje.

Saludo.

quique ruiz dijo...

Sí, me falta todavía hacerle correcciones para eliminar las confusiones o ambigüedades.