9 de septiembre de 2008

Si j'avas eu l'pied marin dans'vie... (Dans le cimetière marin...)1

     J'ai fini par aller dans le cimetière à cause d'un cimeterre: dans le combat qu'est la vie, à la troisième partie de ma vie et d'un duel d'épées, si mon tiers, celui de mon corps, n'avait pas été un con bât, j'aurais pu, sûrement, empecher de me faire tuer. “S'y me tierce, s'y me tierce, je meurs”, je me suis dit.

1El segundo título se debe a que la minificción se me ocurrió al ver la barra de estado del hi5 de Franck, que decía “Dans le cimetière marin...” en el momento en que leí la barra.

© Enrique Ruiz Hernández

21 de marzo de 2008

Brandon Lee Gómez Martínez

Son las nueve de la mañana y sólo una tenue luz anaranjada logra traspasar las cortinas cerradas de la pequeñísima habitación de paredes algo mohosas por la humedad; Brandon sigue en su cama, sin ganas de levantarse, recostado sobre su lado derecho, produciendo pensamientos que pesan y se arrastran en la base de su cráneo "por la fuerte gravedad depresiva del planeta".
"¿Qué hora es?", saca su mano derecha de entre sus piernas, levanta un poco la cabeza, toma el reloj y lo mira como si las manecillas fueran apenas visibles por ser sólo hilos capilares; levanta las cejas, lo que arruga su frente, y con los ojos entrecerrados finalmente las manecillas son lo suficientemente anchas para ser vistas: "Son las 9:05, las 9:05, las... 9:05, las 9... :05... Ah, ya son las 9:06, las 9:06, las...". Pone el reloj en su lugar, recuesta su cabeza otra vez y vuelve a meter la mano entre sus piernas al mismo tiempo que un suspiro prolongado y de aburrimiento se le escapa de su boca halitosa y anaranjada por exceso de Cheetos.
Gira para acostarse sobre su espalda, saca su mano izquierda, la estira, la mantiene en el aire y la observa como un bebé aburrido:
"No hay nada de comer". Mira a su derecha y ve la bolsa de Cheetos arrugada por la intensa búsqueda de más y más Cheetos incitada por el apetito frenético por bajos niveles de serotonina, síntoma inconfundible de depresión prolongada; la bolsa está tan arrugada que inverosímilmente asemeja el rostro de un viejo payaso melancólico; Brandon le sonríe con empatía y se da cuenta que el universo le ha hecho un chiste triste.
Precipitadamente toma la bolsa de Cheetos y comienza a comer como si no lo hubiera hecho en días, para rápidamente ser interrumpido por el vacío en la bolsa, vacío que le recuerda el suyo en el estómago. Permanece quieto, catatónico, con la mirada perdida.
"No hay comida, no hay comida, no hay comida", se repite con la esperanza, por supuesto perdida, de así poder encontrar una solución con una mente que ya no reflexiona, que está irremediablemente vacía.
Lentamente se recuesta sobre su espalda, otra vez, y se duerme.

***
Brandon se despierta por el olor nauseabundo que sube por el hoyo de desagüe del lavabo; sin embargo, no se sobresalta; sólo abre medianamente los ojos, bordeados de lagañas amarillentas, secas y viejas, y con lagañas frescas como natilla en los lagrimales.
Está recostado sobre su lado derecho; levanta un poco la cabeza y mira con cansancio las manecillas ahora bien gordas y negras de sobrealimentadas por el hedor del lavabo:
"Ya son las 5... :17". Se quita las sábanas percudidas y sucias de meses y se levanta con tanta prisa, que haría creer a cualquiera que es un hombre ocupado y lleno de actividades, pero sólo logra sentarse.
Finalmente se pone de pie. Va al baño, caga, termina, y se moja un poco la cara, porque, como tantas veces vio de niño en las películas de la tele, piensa que así despejará su mente, pero al igual que las tantas veces que lo ha hecho, su mente permanece la misma: atorada, atrancada, paralizada, apopléjica.
Sale del baño; se viste; toma los mil quinientos treinta y cuatro pesos con cincuenta centavos que le quedan; abre la puerta de su pocilga, que llama casa; sale; cierra con llave; baja las escaleras; camina de prisa por el apenumbrado pasillo de la entrada apenas iluminado por el rectángulo de luz en el que se ha convertido el umbral de la puerta; sale, y es enceguecido por una luz blanca azulada dolorosamente brillante. Se recupera. Está sobre Leona Vicario. Mira con aburrición extática lo que le parece una repetición infinita de actos monótonos sin sentido: vendedores ambulantes con productos iguales y al mismo precio que los del vendedor contiguo, compradores de ambulantes que buscan al vendedor del mejor precio, bromas entre valedores que parecen déjà vu, transeúntes con caminar lento y mirada cansada que parecen no querer llegar nunca a casa o con caminar apresurado porque no tendrán comida si no se apresuran, y presente, la repetida y confusa sensación de que todo se repite.
"La Pagoda".
Camina sobre el asfalto entre la gente hacinada como ganado nervioso en un matadero y entre los puestos permanentemente improvisados de blancas rejillas de cuadrícula, ideales para colgar ropa, o para corral. Ya quiere llegar a Mixcalco: ahí los puestos desaparecen. Atraviesa Mixcalco, luego República de Guatemela, y se detiene a mirar con asombro melancólico y con una sonrisa como cuando se mira el mar con el sol en la cara, a un hombre sucio que baila extasiado y con los ojos cerrados, la música de merengue que sale de una bocina enorme colocada en medio del paso y dirigida a un altarcito de la virgen de Guadalupe, adornado con una diadema de globos azules, blancos y rosas; por un momento brevísimo siente una fiesta dentro; agacha la cabeza, y sigue caminando, ahora sobre Santísima. Baja al paso a desnivel; pasa al lado de dos comerciantes indiferentes con montones de bolsas inexplicablemente llenas de retazos de tela, de cartoncitos y de estuches de discos, y luego al lado de la iglesia de la Santísima, distraído por el follaje, las flores, los frutos, los querubines y las conchas de la fachada, mientras unos niños juegan con una pelota de hule anaranjada que hace un hermoso contraste alegre entre las paredes grises de los dos pasos a desnivel que se cruzan, Santísima y Emiliano Zapata. Dobla a la derecha apresurado, animado por la pelota; atraviesa Jesús María ya casi contento; sigue sobre Zapata, y es tentado de pronto por un jochero que grita con esmero "3X10 pesos" y que fríe salchichas en la cajuela de una guayín Chrysler ochentera de color negro y guinda abollada y que pierde ya la pintura. La inercia de la pelota lo impide detenerse. Atraviesa deprisa Academia, y ya sobre Moneda, siente ganas de comprarse un uniforme de policía mientras mira los aparadores con maniquís policías de color carne, color con que se les pinta la piel a los monitos en la primaria. Se mete al Proveedor Militar Sarra, pide el uniforme, se lo prueba ahí mismo, lo compra y sale con su bolsa de plástico azul celeste rotulada con una leyenda de letras doradas que dice "SARRA". Ya con menos ímpetu, cruza Correo Mayor; sigue sobre Moneda, y se detiene justo cuando pasa por enfrente del local de tacos de canasta al lado de El Nivel, el que "no tiene nombre, pero que es Tacos Pablito". Está inmóvil, indeciso, contrariado; el taquero lo percata; Brandon se da cuenta: avanza un paso, retrocede, avanza otra vez, retrocede de nuevo: el taquero lo mira con impaciencia y extrañeza; entonces Brandon se confunde más y mejor se va:
"Se me antojó un taco de canasta". Continúa; pasa por enfrente de la Catedral, ya algo ansioso por el incidente con el taquero, y tropieza con una mujer empantuflada vieja pero no tanto que va en silla de ruedas y que es empujada por un hombre cuarentón con sobrepeso: Brandon miraba las nalgas sabrosas y redonditas de una niña de unos 14 años, forradas con unos pantalones blancos bien bien apretados que dejaban ver a través una tanga que echaba a volar la imaginación. La niña voltea hacia la pequeña trifulca, levanta el pecho y se sube un poco los pantalones para que estén más apretados. [Algo pasa con la niña, en la mente de Brandon]. Más adelante todavía, sobre la acera de la Catedral, se encuentra con una poco inspiradora estatua viviente blanca de gafas oscuras, vestida con una gabardina blanca, larga y laxa, que le explica a un niño su "interesantísimo" oficio de permanecer quieto, como Brandon en su cama. Atraviesa Républica de Brasil; continúa por Cinco de Mayo, y comienza a sentirse cansado, al igual que los hombres grises de piedra gigantes que sostienen el frente del edificio Cántabro. Su estómago gruñe. Camina más deprisa. Ve la Palestina, esa tienda de artículos de piel que tiene hermosas marquesinas negras de herrería y que está ceñida por una baranda dorada protegida por unos caballitos terrestres que parecen de mar: se siente cerca, se imagina lo que va a comer: unas colosales enfrijoladas rellenas de pollo y rociadas con pedacitos de chorizo algo plásticos pero que bien acompañan el platillo. Ve el toldo rojo, se emociona y esboza una pequeña sonrisa ladeada casi imperceptible. Está enfrente de la entrada, contento, mirando el pasillo de piso blanco bordeado a la derecha por rosados y acolchados gabinetes tan grandes como para gigantes y a la izquierda por la barra, usada por solitarios o por parejas de amor que se aventuran a no sentarse tan pegaditos o de frente para verse las caras. Adelanta lentamente la pierna derecha mirando el piso con las manos agarradas entre sí, detrás de la espalda, como alguien que vive con calma, los éxitos en la vida; su pie se planta: está dentro.

***
¿Tu nombre?
—Brandon.
—¿Una persona?
—Sí.
—Orita te llamo.

***
—¿Barra está bien?
—Sí.
Brandon lo sigue hasta el banquito giratorio con tapiz rosado que el asignador de lugares le señala a la vez que le extiende la carta. Se sienta.
—¿Qué te sirvo para tomar, mi vida? —le dice una mujer como de 60 años, de cabello corto y claramente teñido (para disimular las canas), con los labios pintados de color rojo-fucsia o magenta oscuro y en el habitual vestido naranja pastel, mientras limpia la zona de la barra que cualquier niño o humano territorial pensaría que le toca a Brandon a pesar de la ausencia de líneas de demarcación.
—¿Boingues de qué tiene?
—Fresa, mango, guayaba, manzana... —mira con algo de incertidumbre hacia la repisa con Boings.
—¿Tiene de tamarindo? —se atreve a preguntar a pesar de que sabe que la probabilidad de encontrar un Boing de tamarindo es baja pero no desanimante.
—Déjame ver, ¿sí?, es que luego hay —responde, y se va a la derecha a algún lugar que Brandon imagina que está lleno de rejas de refresco hasta hacer torres que forman pasillos muy estrechos y laberínticos que sólo el muchacho moreno de cabello hirsuto y mojado de pantalón gris, camisa blanca, zapatos negros ya muy viejos y mandil blanco supersucio conoce como la palma de su mano.
La mesera vuelve con un rostro atariado pero relajado, casi feliz: "Sí hay, corazón".
—Gracias —le clava la mirada fascinada a la botella de líquido café que parece agua sucia sacada de un tinaco lodoso.
—¿Ya sabes qué vas a querer de comer, mi vida?
—Sí, unas enfrijoladas —responde con los ojos bien abiertos, trémulos y brillantes: a modo de ánime japonés.
Después de unos diez minutos, le traen sus enfrijoladas.
Como sabe que será un festín, saca protocolariamente el tenedor y el cuchillo de la envoltura hecha con una servilleta, blanca, no naranja pastel, como de pronto imagina que podría ser, para combinar. Hinca el tenedor en la tortilla y mueve para adelante y para atrás el cuchillo que se hunde y se pierde en esa salsa espesa que son los frijoles; pica bien el trozo, para que no se le caiga ridiculamente mientras lo lleva a la boca; lo remoja en los frijoles, y de manera que queden pedacitos de ese queso artificialmente rayado, para que se hagan intermitentes contrastes de sabor en su boca: frijoles y trocitos de queso; lo mete en su boca; cierra los ojos, y respira profundamente mientras mastica y pasa de un lado a otro en la lengua los frijoles con trocitos de queso, lo que hace más intensos los sabores; podría ser un pequeño momento de meditación:
"No mames, tan bien buenos los frijoles".
Los trocitos de chorizo contrastan con el pollo.
Remueve el popote dentro de la botella para eliminar las dos capas de distintas densidades en el jugo de tamarindo, chasquea los dientes al tratar de sacar un trocito de chorizo atorado entre las muelas y se bebe, sin detenerse, todo su boing. Termina con un Aaaaaaaah.
Espera a que la mesera sesentañera pase para pedirle la cuenta cuando, de repente, nota a una mesera bicolor por vitiligo, de ojos grandes y rasgados, labios gruesos, nariz con alas levantadas, como la de un toro bufante: rasgos todos que dejan ver el furor y la libido latentes contenidos sólo por la barrera de los malos hábitos de malas relaciones: un hermoso animal salvaje bravo e ingenuo que pide ser liberado:
"Ella no sabe que es bien jariosa; nomás hay que quererla".
Finalmente pasa la sesentañera querendona.
—Me trae la cuenta, por favor.
—Sí, como no, mi vida.
"Barra 6", grita la mesera hacia la izquierda.
—Aquí tienes, corazón. ¿Me podrías dejar un comentario de mi servicio? —le pide la querendona traqueteada por los radicales libres y unos telómeros de longitud promedio, con un tono más suave todavía y con una cabeza pedigüeña que sube y baja.
—Gracias.
Busca en su bolsillo derecho; palpa los billetes y trata de adivinar la denominación por la sola textura y tamaño, cosa que no logra, así que saca, casi furtivamente, su fajo de billetes sin liga—no quiere que vean que trae mucho dinero—; toma uno de quinientos porque quiere cambio, va a la caja, paga, le dan su cambio, vuelve a su banquito giratorio y deja la propina. Camina hacia la puerta por donde entró, tan rápidamente y con tanta determinación, que la mesera bicolor por vitiligo bruscamente voltea y apenas alcanza a mirar de reojo la estela de movimiento y de sombra: una mano invisible y abstracta acarició dulcemente su pepita. Brandon está afuera.

***
Levanta el brazo derecho para detener un taxi; un taxi blanco con una franja roja clara en los costados se detiene; abre la portezuela, y se sienta al lado del taxista.
—¿Adónde lo llevo?
—Este... Yo le voy diciendo.
—Usté me dice.
—Este... Tome el eje central, y doble a su izquierda en la calle que está atrás de Bellas Artes; de ahí, váyase todo derecho hasta Reforma; ahí, dobla a la izquierda.
—Como no —asiente el taxista—. ¿Ya a descansar o a trabajar? —interrumpe la ya comenzada abstracción que hace Brandon.
—...voy a... descansar —responde titubeante, ya que todos sus pensamientos han quedado revueltos: vuelan como hojas sueltas por el viento de una voz que sopla.
Llegan a Reforma, y doblan a la izquierda.
—Esteee... Se mete a Insurgentes cuando llegue a Insurgentes, por favor.
—Como no —amablemente responde, otra vez, el taxista.
—Este... Ya estamos cerca; doble a la derecha, por favor.
—¿Por aquí vive?
—...no-o.
—¡Viene a ver a la novia! —dice con un tono sátiro, mientras mira por el retrovisor con unos ojos enmarcados, por debajo, por unas arrugas arriba de los pómulos, que bien indican una sonrisa pícara y traviesa.
Brandon se percata que lo mira, y se encuentra con esos ojos risueños y metiches.
—Sí-í.
Brandon se da cuenta que ha llegado.
—Aquí, por favor.
—¿Aquí?
—Sí, por favor; ahí, detrás del vocho rojo, por favor.
Brandon mira el taxímetro, saca un billete de cincuenta pesos y paga. Le dan su cambio, y mientras sale, dice "gracias".

***
Está sobre Hamburgo. Se pone a caminar, mirando los establecimientos. Se detiene frente a una entrada cuyo paso es rápidamente interrumpido por un muro que obliga a entrar por un costado, hacia la izquierda. Entra.
Todo el lugar está iluminado con luces negras y rojas tenues, lo que hace que las camisas de los meseros se vean de color azul o morado fosforescentes, al igual que las líneas blancas del suéter de Brandon. En el centro del lugar, hay una pista rectangular bien iluminada desde el techo; ésta, tiene una baranda en dos de sus lados paralelos, y está rodeada por chaparritas mesas circulares que, a su vez, están rodeadas por chaparritos sillones con respaldo circular; todos estos, mesas y sillones, sumidos en la penumbra azulada rojiza: los rasgos de la cara, así, son menos distinguibles o más difusos: se es menos feo o más hermoso, se es menos reconocible o más desconocido: se es menos inhibido o más libertino: se está desatado. A la derecha, pegado a la pared, más o menos a la mitad del lugar, hay un hombre cincuentón rodeado por cinco mujeres, sentado como un hombre poderoso:
"¡Parece narco!". El lugar está casi vacío: sólo está ocupado por cuatro o cinco hombres que parece que no se divierten, que están, más bien, a la expectativa, y por el hombre sultánico, y Brandon; en las esquinas más cercanas a la entrada, hay grupitos de tres, cuatro mujeres, vestidas con ropas que se antoja quitarles, que platican y se carcajean animosamente.
Atrae la atención de Brandon una mujer joven que camina soltando la pierna justo al final del paso, de manera que cae, casi completa, la planta del pie, y se levanta, por tanto, la nalga del mismo lado: como si mascara un chicle con las nalgas; está vestida con una chaqueta de plástico de color blanco, rojo y tal vez azul marino, y con un chor blanco tan corto y apretado, que sus ricas nalguitas curvilíneas y mordisqueables se ven realzadas y sus piernas largas y carnosas se desbordan de las valencianas; lleva unas botas largas y negras, de cuero o de plástico, de tacón alto, por supuesto. Brandon sólo la mira pasar frente a él: casi saca la lengua para lamerla.
Un mesero se acerca y le pregunte si viene solo; a lo que Brandon contesta que sí. El mesero lo lleva a una mesa.
—¿Qué te traigo de tomar?
—Una Negra Modelo, por favor.
Mientras espera su cerveza, busca casualmente a la nalgas-masca-chicles: discretamente mira a su derecha: nada; discretamente, a su izquierda: el presunto narco.
—Aquí tienes. ¿Alguna chica que quieres que te traiga?
—Hmmm, no sé, no las conozco. A ver, tú, ¿cuál me recomiendas?
El mesero hace una sonrisa tonta y pícara: ya se le ocurrió a quién llevar; mira para todos lados, y dice:
—A ver: espérame tantito; orita te traigo una.
La nalgas-masca-chicles camina altivamente hacia la mesa del poderoso; Brandon prefiere mirar para otro lado. Agarra su cerveza, le da un pequeño trago y aprieta los labios.
"Aquí sta", aparece el mesero con una mujer de 1.80 de alto, vestida con un vestido plateado muy corto. "Es la mejor de todas", le dice a Brandon, mirándola, mientras le toma el brazo con la mano, a la vez que sonríe orgulloso de recomendar a ese mujerón. Ella mira a Brandon con una sonrisa de
"mira, qué tierno".
"A ver, mi amor", dice aquel mujerón con un acento argentino. Brandon la deja pasar, mirándole, según él, discretamente las piernas. Ella se sienta en el sillón que está al lado derecho de Brandon. Él la mira con una sonrisa que no muestra los dientes.
—¿Querés que me siente en tus piernas? —le dice la argentina; lo quiere complacer.
—Bueno —contesta, como si no tuviera importancia, como si todos los días una mujer desconocida se sentara en sus piernas: él quiere, sin que ella se dé cuenta, ver cómo se le levanta ese vestido plateado cuando se sienta, qué tanto se le ensanchan las piernas cuando se aprieten contra las suyas, cómo se aprietan los muslos contra ese enfaldo de carne en que tanto se antoja guardar una mano.
Ella se sienta. "Me llamo Jessy. ¿Vos, cómo te llamás?". "Brandon". Ella levanta la mano para llamar al mesero y le pide algo de tomar. A Brandon se le entume la pierna derecha. Nada fluye. Jessy quiere hacer plática hablando de futbol, pero a Brandon no le interesa, aunque sí la escucha. El tiempo pasa y pasa, y Jessy no para de hablar hasta que finalmente dice: "¿No querés un privado?". "Sí", contesta Brandon, sin mostrar emoción o algún cambio de ánimo más que esa sonrisa que ha tenido desde que Jessy apareció. "Mirá, es a él al que le tenés que decir", le dice Jessy, al darse cuenta que está con alguien que es como un niño, al que hay que decirle a quién se dirija cuando va a pagar con una moneda en la tiendita. Brandon levanta el brazo para llamar al expendedor de boletos de privados. El expendedor llega y Brandon le pide dos boletos. "Por aquí, por favor", le dice el expendedor, y le muestra una habitación con un estrecho pasillo que tiene por un lado un muro y por el otro los accesos a los cubículos, que están uno al lado del otro. Brandon y Jessy se meten a un cubículo que está más o menos a la mitad del pasillo.
Jessy lo sienta y sale del cubículo, caminando hacia atrás. Justo cuando llega al muro, se pone a bailar: se quita el vestido a la vez que pone bien derechas las piernas, empujando hacia atrás las nalgas: las tetas quedan al aire, no trae más que una tanguita de color blanco. Junta las piernas, se agacha sin doblar las rodillas: su cabello casi llega al piso, y comienza a subir lentamente, con las manos pegadas a sus muslos; cuando está completamente erguida, su cara queda completamente cubierta por sus cabellos, por los que se asoman, a la altura del pecho, unos pezones oscuros, grandes y carnosos: piden ser chupados casi hasta el dolor. Entonces, separa un poco las piernas, coloca sus manos en la cintura, flexiona un poco las rodillas, empuja hacia atrás las nalgas, saca las tetas, sus pezones quedan mirando hacia los ojos de Brandon; esta contorsión la repite varias veces. Se acerca a Brandon, abre las piernas y se sienta sobre él. Lo besa, él la besa de vuelta, se besan. Jessy le acerca las tetas a la cara. Brandon comienza a chuparle las tetas. Los pezones se yerguen, se aprietan. Brandon les pasa la punta de la lengua, rodeando el pezón, pasando el costado de la lengua sobre la areola; hace otras tres o cuatro vueltas sobre el pezón; los mordisquea, primero el izquierdo, luego el derecho. Jessy se separa colocando la mano sobre la boca de Brandon; le mete los dedos en la boca. Brandon los lame, los chupa. Jessy mueve la cabeza a la derecha y a la izquierda, luego se encorva hacia atrás. Brandon la toma de la cintura, siente sus caderas que se ensachan por el doblez de la piernas, lo que lo excita, y comienza a mover a Jessy de adelante hacia atrás, de adelante hacia atrás. Jessy responde, moviéndose de adelante hacia atrás. Las respiraciones se hacen jadeantes. Jessy lo acerca para abrazarlo. Brandon queda cerca del cuello y comienza a besarlo; lo succiona, lo estimula enterrando levemente los dientes sobre los músculos del cuello de tal manera que éstos resbalen. Jessy se levanta, se gira y se sienta ahora de espaldas. Brandon vuelve al cuello, le toma las tetas con las manos, por debajo de los brazos; comienza a bajar su mano derecha hacia los calzones; mete la mano; baja, baja, baja: encuentra lo que busca; se da cuenta que Jessy está rasurada: siente, con las yemas de los dedos, los poros saltados y ásperos; mueve su mano de derecha a izquierda para palpar la hendidura; siente la hendidura; coloca un dedo en cada lado de la hendidura para separar los labios. Jessy mueve la cabeza hacia atrás para encontrase con la cara de Brandon. Son interrumpidos por una voz de hombre que, a lo lejos, dice: "Se terminó".
Antes de que se levanten, Brandon le dice al oído: "Traigo un traje de policía".
Jessy se levanta. Brandon se queda sentado, jarioso: "Chale, nomás lo dejan con ganas a uno". Brandon se levanta, se le acerca y le dice: "Te espero en la puerta de salida".
Brandon va a su sillón, le paga al mesero, toma su bolsa de SARRA y se va al baño. Ahí se cambia, pensando en la humedad de la panochita de Jessy; cierra los ojos: quiere tener más presenta la humedad de Jessy; baja su mano derecha y se aprieta la verga parada, se la jala; se suelta: "Al rato".
Jessy se viste y también va al baño: no quiere que sus calzones queden llenos de humedad. Ya en el cubículo del retrete, de pronto, justo después de que limpia la humedad, baja su mano izquierda y desliza su dedo índice sobre la abertura todavía húmeda; se mete el dedo, lo saca, se toca el clítoris, y lleva el dedo a la boca, lo chupa y lo saca suavemente de su boca. Levanta la mirada, la deja fija en la pared: la libido y el rumor de una redada están sobre la balanza; no tiene permiso de trabajo: se inclina la balanza: prefiere irse con Brandon.
Jessy está en la puerta. Brandon camina por el pasillo más oscuro y se dirige a la puerta. Toca el silbato. Todos voltean, ven una silueta de policía: unos dicen en voz alta, otros en voz baja: "Puta madre, la tira". Brandon toma a Jessy del brazo, y salen. En el interior todos están confundidos; algunos se preguntan si los policías todavía usan silbatos. El gerente se da cuenta: "Puta madre, ese güey ni madres que era policía, chale". Brandon y Jessy ya están muy lejos del lugar.
Brandon y Jessy se ponen a jugar al policía y la puta arrestada pero ganosa.

***
Brandon y Jessy se van a un lugar algo oscuro y poco concurrido. Mientras caminan por la acera, forcejeando un poco, de pronto, Brandon la lleva hacia un muro y la pega contra la pared, con el rostro en el muro, y le dice "separa las piernas; te voy a revisar", a la vez que mete su pie derecho entre los pies de Jessy, aventándolos para los lados, lo que abre las piernas de Jessy. Brandon empuja su mano derecha sobre la espalda de Jessy. Se agacha, sin aflojar su mano en la espalda; entonces, empieza a subir lentamente su mano izquierda por la pantorrilla izquierda, pasa la mano suavemente a la parte interna de la pierna, sube poco a poco, jala con fuerza el vestido para que se levante, vuelve a la parte interna de la pierna izquierda; entre más se va acercando a la panocha, más lento desliza su mano. Jessy comienza a gemir. Brandon llega, pasa la mano sobre la panocha, y ahí la deja; entonces, aprieta un poco la mano. Jessy gime un poco más fuerte, sólo un poco. Brandon afloja la mano. Sigue por la parte interna de la pierna derecha. De pronto, Jessy se da media vuelta y le dice: "Metémela", con un sobrecito de condón en su mano izquierda. Jadeando e interrumpido, Brandon la mira a la cara, luego el condón. Rápidamente se afloja el cinturón, se desabotona el pantalón, baja el cierre, baja el resorte de sus boxers, y sale una verga bien erecta que hace un pequeño sube y baja, como una catapulta que rebota por la gran tensión a que estaba sometida. Jessy baja la vista, pero casi no puede ver; sube un poco su mano derecha, la palpa, la aprieta, la aprieta más y más fuerte. Brandon gime. Jessy la jala, lo comienza a masturbar. Brandon le dice: "Chúpamela, chúpamela". Ella se pone en cuclillas; primero le pasa la lengua suavemente, por el glande; éste se hincha más todavía a la vez que la verga tiene un espasmo. Jessy lo mete a su boca. Brandon siente el calor y la humedad de la boca de Jessy; se excita más y la toma de la cabeza: comienza a moverla de adelante hacia atrás. Jessy sigue ese vaivén. Con los labios, por el vaivén, siente el borde del glande, lo que la excita, la hace gemir. La saca de su boca, la frota para secarla, abre el sobre y le pone el condón. Brandon le sube el vestido por completo y le baja los calzones. Ella lo detiene: no quiere que sus calzones toquen el suelo, así que se agacha un poco, levanta su pierna derecha, saca la pierna derecha del calzón, mantiene en el aire los calzones y repite la operación con la pierna izquierda. Guarda sus calzones en su pequeñísimo bolso de mano. Brandon la toma de la cintura, la acerca agachándose un poco, para que la verga quede entre las piernas de Jessy. Al sentirla, ella hace un gemido. Él se mueve para adelante y para atrás. Jessy se humedece más, le agarra la verga y la mete, lentamente. Brandon se excita y comienza a moverse, cada vez más rápido; empuja a Jessy contra la pared y le abre más las piernas, de manera que ella esté como sentada a horcajadas: ella es mucho más alta que él. Los dos se empiezan a mover, más y más rápido. De pronto, ella le pone la mano en el pecho, lo que hace que Brandon se mueva más despacio, más lento; se detiene, y la saca. Se agacha: "Yo también quiero". Comienza a chuparle la panocha. Jessy comienza a gemir con más frecuencia. Brandon mete la lengua lo más que puede, la agita un poco en el interior. Ella gime más fuerte. Él saca la lengua y sube un poco: quiere sentir el clítoris en la lengua; lo encuentra, y mueve la lengua de todas las formas que se le ocurren: la aprieta contra el clítoris, la mueve rápidamente hacia arriba y hacia abajo, la mueve en círculos alrededor del clítoris, vuelve a apretar, círculos, subibaja, círculos, aprieta, círculos, subibaja, aprieta, aprieta más fuerte, círculos. Se detiene. Sube y se la mete lo más rápido que puede. Sus gemidos se hacen muy fuertes, más fuertes, más fuertes. Primero llega Jessy, luego Brandon, todo en unos gritos mezclados, superpuestos, que se oyen hasta casi una cuadra: los transeúntes cercanos se detienen, tratan de ver de dónde viene, pero ya no oyen más. Todo vuelve a la normalidad.

***
El aire está seco y la noche está fresca, pero no demasiado: hay una calma que se percibe vacía, hueca, ligeramente terrible, tediosa.
Brandon está sentado sobre una plataforma blanca que está casi enfrente de la salida de la calle Génova, casi enfrente de la estación del metrobús Insurgentes; mira a la gente que baja por Génova, que viene desde algún antro, después de haberla pasado más o menos bien: alguno estuvo solo, sintiéndose poco, mirando a los otros reír en una mesa llena de vasos de alguna bebida alcohólica, muy probablemente un coctel; otros estuvieron con amigos, olvidando su situación, riéndose de las historias del que siempre tiene las anécdotas más inverosímiles y más ridículas. Sin embargo, todos vuelven a su casa, recordando que están solos y que quisieran tener a alguien a su lado o recordando que están con alguien que ya no quieren más, que los hace sentir insatisfechos.
Brandon los mira bajar, iluminados por una luz rosa-amarilla y sobre un fondo de establecimientos baratos y de vigas de acero —el metrobús, con un paso que no muestra ni prisa ni lentitud, con un paso involuntario: vuelven porque tienen que volver. Levanta la cabeza y se encuentra con la enorme pantalla que está por encima de la marquesina de lo que fue un cine. En la pantalla se ve a un hombre gordo de chaleco gris con una camisa blanca que notablemente hace como si estuviera congelado pero que tiembla porque no es capaz de permanecer inmóvil. Brandon deja una mirada perdida y fija sobre la imagen. De pronto, justo abajo de la imagen, ve un letrero que dice "Impactrónica": Brandon esboza una sonrisa en su imagen interna; afuera, ni un gesto. Brandon baja la mirada. Mira los establecimientos de enfrente: en el extremo derecho, un establecimiento de maquinitas de videojuegos cuyos ruidos son el sonido de fondo: el grito aparentemente en japonés de algún arte marcial quizás ficticia: "Aduken", el tronido del disco en las orillas de la mesa de hockey, los ruidos del motor de un auto a toda velocidad en una ciudad simulada, los disparos láser, la música electrónica de un videojuego de baile; al lado, una librería ya cerrada; luego, un Domino's; casi en medio, la estética unisex Wao, donde al salir, "después del corte, todos te dirán "wao"; en el extremo izquierdo, un restaurante sin nombre o cuyo nombre es Restaurante. Brandon se queda mirando el interior: todo está iluminado por una luz amarilla, aburrida; sólo hay una pareja comiendo, sentados en unas sillas naranjas, del mismo color que los carros del metro, un color setentero y moderno. Por encima de la pareja hay una falsa cornisa inclinada de falsas cerámicas amarillas de madera que le da un mal logrado toque melancólicamente campestre y feliz al restaurante. Hay un mostrador del lado izquierdo atendido por un ocioso. Todo se ve tan tedioso, que se antoja borroso. "¿Ahora qué?". Brandon se levanta y se va.

***
Las puertas se abren. Apenas si puede entrar. Mira hacia atrás con la esperanza de encontrar un asiento vacío. Entre el poco espacio que se abre, logra ver un hombre sentado, dormido, en el asiento de la ventana, que está extrañamente rodeado por un vacío de gente, un halo o campo de fuerza que impide a los demás acercarse. Al lado del hombre dormido, un asiento vacío: "Yo ahí me siento". Sin reflexionar mucho sobre el halo, se abre paso entre la gente. "Con permiso... con permiso... con permiso... perdón... con permiso". Se da cuenta que el halo es más amplio de lo que vio: al lado del asiento no hay nadie de pie. Se sienta. De pronto, es golpeado por un olor nauseabundo, un olor a camión de basura. Se da vuelta a la izquierda: hay un hombre con la nariz roja, descarapelada en la punta, vestido con unos pantalones grises sin cierre y con un suéter cerrado de color ladrillo, con las mangas y la parte baja ennegrecidas. Después de unos 10 minutos, el hombre despierta. Gira un poco la cabeza a su derecha. Brandon voltea y se encuentra con unos ojos rojos, muy rojos.
—¿Ya llegamos a Tlatelolco? —pregunta el hombre.
—No, todavía no.
—Llevo cuatro días tomando —tiene la mano en la frente, la cabeza de lado, hacia la derecha, mirando un poco de reojo, los labios resecos: parece que quiere que le digan que no lo haga: que no tome, que no le hace bien.
—¿Cuatro días? —no sabe qué otra cosa decirle, no quiere meterse en la vida del hombre, así que sólo repite parte de la afirmación en forma de pregunta.
—Sí... —se interrumpe como para reflexionar— desde el martes... levanta la mirada: no está seguro—. Llevo cuatro días tomando —repite como si fuera una hazaña preocupante.
—¿Y por qué tomas tanto?
—¿Sabes lo que es abrir a un niño? —le dice, con la cabeza de lado, la mirada desde arriba, en tono algo pedante.
—...No —contesta tardíamente: no sabe de qué está hablando.
—Soy patólogo —sigue, con ese tono patético y pedante.
—¿Patólogo? —simula un poco de asombro, pero más bien está fascinado; quiere saber más.
—Abro los cuerpos —se enderaza en su asiento, mira al frente, coloca sobre su pecho su mano derecha simulando un cuchillo y comienza—: mira, primero se corta así —con el borde del lado del meñique hace un corte hacia abajo, hasta la cintura—, luego así —ahora hace un corte perpendicular al primero, sobre el pecho, y abre.
—... —mira con fascinación, imaginando las vísceras, la sangre, la palidez del cuerpo.
—¿Alguna vez has abierto a un niño? —lo mira con un gesto de desazón, de terror, de clemencia.
—No —confiesa sinceramente, mientras piensa: "Pero sí lo haría".
—Mira, éstos son del hospital —se levanta un poco del asiento, sin quedar de pie, y pone sus manos sobre sus pantalones; vuelve a sentarse—. Mira —le extiende un papelito enmicado como de 10 cm por 7 cm donde se puede ver una foto-mancha-de-Rorschach y el nombre Alberto Ballesteros Gutiérrez.
—¿Ahí trabajas? —le señala el nombre del hospital sobre la tarjeta.
—Trabajo en la Clínica 4. Vas y preguntas por José Rangel Benitez.
—Ok —asiente: "¡Qué extraño!".
—Así no se puede vivir.
—Ya no tomes. Mira cómo estás: hueles muy mal. Cuando me subí, no había nadie alrededor tuyo —dice, algo aprehensivo: no quiere que se altere: está borracho.
—No, si no es que yo quiera —dice, colocando sus manos sobre el asidero del asiento de enfrente, agachando la cabeza y girándola de izquierda a derecha.
—¿Y por qué no dejas de trabajar de eso? —cree que ha encontrado una solución.
—No, no puedo: de eso vivo.
—A ver: ps ¿cuánto ganas? —cree que si sabe la cantidad, se le ocurrirá algún trabajo en el que paguen lo mismo.
Ocho mil pesos.
—¿Ocho mil pesos? —se repite: no se le ocurrió nada.
—Sí —cabecea.
—Mmmh —mira al frente: ha perdido el interés en encontrar una solución...—. Aquí me bajo.
José Rangel Benitez echa una mirada patética, algo descompuesta, perdida hacia Brandon.

***
Baja en Metrobús Revolución. Camina sobre Puente de Alvarado, entre putos, policías y niños de la calle. Llega a la Alameda. Desde afuera se ve muy oscura, oscurísima. Ya adentro, se siente más iluminada, la penumbra no es una total oscuridad. La atraviesa. Pasa por detrás de Bellas Artes. Se va todo Tacuba hasta Mixcalco. Dobla a la izquierda. Está sobre Leona Vicario. Saca su llave, abre la puerta metálica negra de su edificio. Recorre el pasillo de la entrada, rodeado por las imágenes espectrales formadas por la pintura descascarada de las paredes. Sube las escaleras casi arrastrando los pies: ya está muy cansado. Llega al piso de su pocilga, mete la llave y gira la llave jalando la puerta: tiene truco. Entra. Bota por ahí la bolsa de SARRA con el uniforme, se va a su cama, se recuesta sobre su espalda, gira a su izquierda y toma del piso un libro de medicina, incompleto, abandonado, que encontró ahí cuando se mudó: Tratado de Fisiología Médica.
Se quedó dormido leyendo.1

1Este relato está, con unos pequeños cambios, en el libro Neftis Amonet y otros relatos.