Nuevamente el asfalto se transformó, junto con todo alrededor. Nos encontramos otra vez con Océano, y nos dijo que nos habíamos perdido a causa de una tormenta somatosíquica. Tomamos el rumbo de nuevo, y finalmente llegamos a nuestro destino. Todo el paisaje era rocas de esmeralda; algunas se levantaban como espigas, y tan apretadas, que todo era un gigantesco bosque de peñascos. Se podían ver pequeñas fogatas en las partes más altas de algunos de ellos. Océano me dijo: Aquí vas a encontrar árboles que caminan y rocas que emanan ámbar. Me gustaba ese lugar. Océano se despidió de nosotros; el pastor y yo seguimos por un sendero apenas visible a través de pasajes con paredes verdes y traslúcidas; era como caminar a través de un mar petrificado. Llegamos a un pueblo que se llamaba Puente Rojo, y, efectivamente, la gente hablaba con la nariz. El pueblo tenía una escuela, una biblioteca, un supermercado, una farmacia, un videoclub, una gasolinera, dos canchas de beisbol, dos puentes, dos bares, una iglesia, un cementerio, un banco, un centro para jóvenes, un centro deportivo con únicamente una pista cubierta de papel donde dos equipos solían contender por los cortes más extravagantes sobre la pista y un teatro-restaurán que había sido un molino. No tenía cine. Todas las personas eran de colores claros: amarillo claro, rosado claro, azul claro, verde claro... Había una sola de un color oscuro: café; era un muchacho, tal vez de 17 o 18 años. Era serio, retraído, taciturno... pero no melancólico, ni contento, tenso. Él, como yo, tampoco era de ahí. Había llegado hacía poco. Las personas que hablaban con la nariz eran amables, festivas pero organizadas, y convidadoras. Al muchacho siempre le convidaban todo tipo de cosas, y lo invitaban a muchos lados: a uno de los dos bares para bailar todos animados, o beber de la misma manera; a un burdel de mujeres grotescas y fosforescentes; a jugar videojuegos todo el día; bucear en la alberca de la única escuela; jugar básquetbol en la única cancha de la única escuela; degustar cervezas locales con un chocante sabor a mostaza; deslizarse sobre el papel que cubría una montaña de por ahí; o simplemente a caminar por el bosque peñascoso. A mí también me invitaban todo tipo de cosas, y a muchos lados. Me gustó ir a esa cena familiar donde comieron algo parecido al pozole y cantaron canciones en que se contestaba a coro a quien llevaba la canción. En esa cena, alguien me dijo que antes bailaban, pero que ya no lo hacían porque quienes animaban todo, ya estaban muy viejos. Yo quise bailar, con una mujer sólo un poco más joven que yo, de caderas que me alegraban y nalgas intensamente redondas... El muchacho vivía en el sótano de la casa de una mujer sesentañera, dueña de una perra dorada y un gato-nube listo para descargar toda su lluvia contenida (aunque nunca lo hizo; yo creo que le daba miedo quedar desparramado por el piso y evaporarse, o escurrirse por entre los insterticios de la duela y quedar atrapado en el plafón del sótano; a mí me daría miedo que eso me pasara). La sesentañera siempre le ofrecía, al final de la comida, pastel de plátano con helado o panquecitos de árandano azul, aunque ya tuvieran pelillos verdes en lo abombadito. El muchacho se levantaba temprano para ir a San Raymundo, porque ahí estaba su escuela, donde se enamoró de una muchacha-gato que sabía hablar con la garganta. Era la primera vez que una mujer le correspondía. Casi todos los días le hablaba desde un teléfono público; no lo hacía desde la casa porque una vez llegó tan borracho a la casa de la sesentañera, que ésta, al día siguiente, le dijo con una voz bastante exasperada: ¡Aquí no es un hotel, donde sólo vienes a comer y a dormir! Estaba tan borracho, que vomitó en la alfombra e intentó orinar también ahí. Yo nunca conocí a la sesentañera más que de vista. A quien sí conocí fue a uno de sus hijos, a Caliel... ¿No te recuerda a alguien ese nombre?... El muchacho tuvo que volver al lugar de donde había venido; pero no por la borrachera, sino porque él era de otro país y ya no podía permancer más ahí. La última vez que vio a la muchacha-gato fue extraño, porque no fue una despedida efusiva ni llena de llanto: sin decir más que adiós, ella se bajó del vehículo donde los llevaban; él se quedó mudo; todo el trayecto hasta la casa de la sesentañera, y durante toda su vida, siguió pensando en ella, a modo de movimiento oscilatorio amortiguado. Yo sentí un nudo en la garganta que comenzó a hacerse más intenso cada vez, hasta que ya no pude respirar, y otra vez, todo enmudeció y se oscureció. Volví en mí; estaba acostado en la banqueta, en posición fetal, con un ardor horrible en la garganta, y con un dolor de vacío en el pecho, justo debajo del esternón y las costillas más bajas. Mientras me levantaba, me acordé de la primera mujer de la que me había enamorado, una chica belga, de Louvain-la-Neuve.
1Sin rumbo (fragmento iv). Sin rumbo (fragmento vi).
Enrique Ruiz Hernández
2 comentarios:
qué sorpresa! me sonreí, me reí y luego me reí más y luego me quedé pensando.
Genial. Onírico relato. También me quedé con la duda sobre qué pasó con pastor. Al volver en sí el personaje, el pastor ya no estaba en la escena... ¿qué será de él? En fin, me quedo a la espera hasta la siguiente aventura.
Saludos.
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