Corría por unas calles que crecían a través de todo el espacio frente a mí. Las personas corrían hacia todos lados, alarmadas, gritando, tropezando; algunas morían en la estampida con la boca sumamente abierta, en un grito ahogado, con una garganta roja, enrojecida por unos vasos sanguíneos congestionadísimos que, en ocasiones, estallaban en borbotones escarlata.
Entre todo ese caos visual, corporal y humano, logré divisar un adolescente (o una) que permanecía quieto (o quieta), de pie, y asombrosamente intacto. Balbuceaba palabras que yo deseaba adivinar (por qué era intocable); quizá había un secreto científico en sus palabras, un secreto que mantenía el orden, la tensión, la cohesión, el determinismo (en su sentido más amplio).
Miré sus manos, que prestidigitaban; sin embargo, no eran las manos de un mago; eran las manos de un ilusionista (un escéptico, por supuesto), un ateo.
Sin darme cuenta, comencé a fijarme, atrancarme en mi cuerpo, perdía caoticidad: ganaba fijeza: calma pero no certidumbre... Calma pero no certidumbre... Calma
Entre todo ese caos visual, corporal y humano, logré divisar un adolescente (o una) que permanecía quieto (o quieta), de pie, y asombrosamente intacto. Balbuceaba palabras que yo deseaba adivinar (por qué era intocable); quizá había un secreto científico en sus palabras, un secreto que mantenía el orden, la tensión, la cohesión, el determinismo (en su sentido más amplio).
Miré sus manos, que prestidigitaban; sin embargo, no eran las manos de un mago; eran las manos de un ilusionista (un escéptico, por supuesto), un ateo.
Sin darme cuenta, comencé a fijarme, atrancarme en mi cuerpo, perdía caoticidad: ganaba fijeza: calma pero no certidumbre... Calma pero no certidumbre... Calma
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