19 de noviembre de 2009

Elección II

Alguna vez escuché que no elegir también es elegir. Puesto que faltan algunas especificaciones en la frase, voy a interpretar la frase y completarla. Me imagino que lo que se quiere decir con la frase es que si se nos plantea una serie de opciones Op, también se puede elegir la opción de no elegir ninguna de las opciones de Op. Entonces me pregunté si habría una situación en que se le planteara a uno una serie de opciones y que no se estuviera efectivamente eligiendo nada. Yo pensé que sí.
      Quisiera decir que voy a considerar tanto las acciones mentales como las acciones físicas cuando se está frente a una serie de opciones, porque creo que, al considerar sólo las acciones físicas, sería difícil o imposible saber qué está sucediendo.
      He aquí a lo que llegué, después de escribir mi primera respuesta y recibir algunas objeciones. Siguiendo de alguna manera la sugerencia de Álvaro, definamos ‘decidir’. Creo que se tienen dos posibles definiciones de decidir. (1) Decidir es sopesar una serie de opciones Op junto con la opción de no elegir ninguna de las opciones de Op y luego elegir una de las opciones de la serie aumentada. (2) Decidir es sopesar una serie de opciones Op junto con la opción de no elegir ninguna de las opciones de Op, luego elegir una de las opciones de la serie aumentada y luego realizar la opción elegida. Notemos que realizar la negación de una acción a es simplemente hacer cualquier otra cosa que no sea a. Si me plantean la serie de opciones nadar, correr o saltar mientras fumo un habano, tendido en la tumbona de la terraza de la azotea de un rascacielos, no estoy nadando ni corriendo ni saltando mientras sopeso cuál opción elegir; sin embargo, aún no he elegido ni nadar ni correr ni saltar.
      Ahora, atendiendo a las objeciones de Omar, se tiene lo siguiente. Caso con la primera definición. Supongamos que tenemos una serie de opciones Op y comenzamos a sopesar la serie aumentada sin tener ninguna otra cosa en la mente y sin haber llegado a la elección de alguna opción de la serie aumentada de Op. Mientras estemos en el sopesamiento, es verdad que la elección de cualquiera de las opciones de la serie aumentada se está posponiendo, pero no se ha decido posponer la elección, pues no se ha iniciado todo el proceso de decidir para la serie de una sola opción ‘posponer la elección en la serie aumentada de Op’; llamemos a esta nueva serie P; denotemos a las series aumentadas como Op′ y P′. (La serie P′ constaría de las opciones ‘posponer la elección en la serie aumentada Op′’ y ‘no posponer la elección en la serie aumentada Op′’. En general, dada una serie de opciones Op, no elegir ninguna de las opciones de Op es elegir la negación de la disyunción de las opciones de Op; éste es el famoso dicho. Entonces, dada una serie Op, aumentar la serie aumentada Op′ sólo añadiría algo inelegible a la serie: una contradicción). Así que en este caso, efectivamente no se está eligiendo aunque se nos ha planteado la serie de opciones Op. Ahora, es cierto que mientras se está sopesando la serie Op′, también se podría sopesar la serie P′ y luego elegir la opción de posponer la elección en la serie Op′. Como la primera definición de decidir no incluye la realización de lo elegido, podría permanecerse en el sopesamiento de Op′, aunque si se permanece en el sopesamiento, podría suceder que lleguemos a saber cuál opción elegir y, al saber, ocurriría que la hemos elegido. En este caso se habría elegido posponer la elección en Op′ y no se estaría eligiendo ninguna opción de Op′, mientras se esté en el sopesamiento. También podría suceder que no comencemos la decisión sobre la serie Op′ sino la decisión sobre P′ y terminemos con la elección de posponer la elección en Op′. En este caso también se habría elegido posponer la elección en Op′ y no se estaría eligiendo ninguna opción de Op′. Ahora, también se nos podría plantear la serie de opciones ‘decidir sobre la serie Op′’ y ‘no decidir sobre la serie Op′’.
      Caso con la segunda definición. Supongamos que tenemos una serie de opciones Op y comenzamos a sopesar la serie aumentada Op′. Mientras estemos en el sopesamiento, es verdad que la elección de cualquiera de las opciones de la serie aumentada se está posponiendo, pero no se ha decidido posponer la elección, pues, de haberse decidido posponerla, ni siquiera se habría comenzado el sopesamiento de la serie aumentada Op′. Mientras se esté sopesando la serie aumentada, efectivamente no se está eligiendo ninguna opción de Op′ a pesar de que se nos ha planteado la serie Op′.
      Mi error fue suponer que si uno no sabe qué elegir en la serie aumentada de una serie de opciones, entonces uno está sopesando las opciones.
      Notemos que la manera en que estamos usando ‘posponer’ es bastante extraña, porque mientras no estemos realizando una acción a, se diría que estamos posponiéndola. Mientras como melón sentado en una cómoda silla de algún Sanborns, estoy posponiendo viajar a China, a pesar de no tener pensado viajar a China ni tener boletos para China. De hecho, la acepción de ‘posponer’ que viene en el DRAE dice “Posponer. 2. tr. Dejar de hacer algo momentáneamente, con idea de realizarlo más adelante”. Con esta definición de ‘posponer’, no se estaría posponiendo la elección sobre Op′ si se estuviera en el sopesamiento de Op′. Parece que la acepción con la que al principio usamos ‘posponer una acción’ fue la de ‘quedar una acción más adelante en el tiempo a consecuencia de realizar otra acción’. Esta acepción tan extraña me hace querer hablar de la intención... pero mejor en otra ocasión.1

1Viene de acá.

13 de noviembre de 2009

Elección I

Es mentira que al no elegir, siempre se esté eligiendo. ¿Se puede elegir sin decidir? No.
      Si se tiene una serie (finita) de opciones op1,...,opn, se puede elegir opi. Pero también se puede elegir no elegir ningún opj; o no saber si elegir elegir algún opj o elegir no elegir ningún opj. En este caso, en el de no saber, no se está eligiendo nada, pues no se puede elegir sin decidir, sin saber qué elegir.
      Si n=1, entonces es más claro aún que no elegir no necesariamente es elegir: podría no saberse si tomar o no la única opción, y en este caso no se está eligiendo. O de manera más simple: si no se sabe qué elegir, no se está eligiendo.1


1Sigue por acá.

14 de octubre de 2009

¿Será?1

— Se dice que alguien es malo si y sólo si busca un bien propio a costa del daño o sufrimiento del otro teniendo otra opción para lograr ese bien propio. Si matas a alguien en defensa propia no eres malo, porque, a pesar de que buscas un bien propio, conservar tu vida, no tienes otra opción. Ahora, un ejemplo de caso irresoluto. Imagínate que hay una persona que no tiene familia ni amigos. Ahora imagínate que otra persona, mata a la primera, pero sin que ésta siquiera se dé cuenta, digamos, mientras duerme. La segunda persona mata a la primera por un bien propio (no sé, digamos el primero es un ermitaño sin familia y amigos que esconde una fortuna en su casa). ¿La segunda persona es mala? No sabemos si se sufre después de la muerte.
      — No, pero dices que el malo causa sufrimiento o daño; en este caso, sería daño.
      — Es verdá. Bueno, entonces parece que todavía funciona. La definición. ¿O cómo ves tú?
      — ¿Y por ejemplo un policía que se infiltra en una organización y mata gente para atrapar a los cabecillas? ¿O el que organiza una revolución armada?
      — Pues los mata no por un bien propio, sino por el bien de otros. ¿O los mata por un bien propio?
      — Yo diría que también.
      — Entonces es malo.
      — Pero no sé si los líderes revolucionarios sean malos. Tal vez no tienen opción.
      — A lo mejor hay que mejorar la definición. O cambiarla.
      — Creo que tu definición es buena, pero evaluar si hay opciones o no o si es por bien propio, es muy difícil.
      — Pues el revolucionario lo hace por bien propio, ¿no? Porque cree que la otra situación que imagina es mejor para él y para otros, ¿no?
      — Sí. Podrías cambiar ‘propio’ por ‘individual’. Creo que ‘propio’ incluye el bien colectivo e individual, ¿no?; aunque no estoy seguro.
      — No, porque el bien individual podría ser el bien de otro individuo.
      — Cierto.
      — Por otro lado, si el revolucionario no vive en una dictadura, puede realizar propaganda política para estimular cambios, los cambios a los que quiere que se lleguen.
      — Sí.
      — Otra cosa es si no lo logra a la velocidad que desea. Por lo tanto, según la definición, es malo.
      — Sólo Gandhi es bueno.
      — Según la definicón, sí.
      — No, hay más gente buena.
      — Claro, pero se oye chistoso.
      — Sí, lo dije un poco de broma. Aunque su postura es muy radical.
      — Radicalísima. ¿La dominación es mala? ¿Es decir, hacer que otro haga lo que le dices, a fuerza? Aquí pasa algo interesante, porque qué pasa con los niños.
      — Generalmente la fuerza usada en ese sentido genera sufrimiento.
      — Con ‘a fuerza’ no quiero decir ‘con el uso de la fuerza’, sino ‘de manera obligada’.
      — ¿Cómo te obliga?
      — Gritando, intimidando. Como puede suceder con los niños.
      — Esa fuerza genera sufrimiento.
      — ¿Cómo regañas a los niños para que te obedezcan?
      — Es bien difícil.
      — Si no los regañas, tal vez podrían lastimarse.
      — Cierto.
      — En este caso, el bien no es propio sino de otro, el del niño. ¿No? Que no se lastime. Ahora qué pasa si llevamos esto de la dominación a los países. ¿Se podría hablar de países-niños; si sí, bajo qué criterio?
      — La diferencia entre niños y países, es que los países siempre ponen por delante sus intereses.
      — Exacto. Tons las guerras son, en este sentido, siempre malas.
      — Tal vez las guerras civiles se salven.
      — A ver, explícame.
      — No son entre países, sino por una lucha interna para decidir la forma de gobierno. Las revoluciones son guerras civiles.
      — Pero en ese caso, sucede lo mismo que con los revolucionarios, ¿no?
      — Como dices, se puede llegar a lo mismo tal vez de forma pacífica. Creo que no siempre. Las guerras de independencia puede que no sean malas.
      — Claro, en una dictadura se ve difícil. Supongo que en la mayoría de los casos, habría que ver las especificidades del caso, para determinar si lo es o no.
      — Me sorprendería que hubiera una guerras entre países buena.
      — Sí, taría extrañísimo.
      — Aunque, por ejemplo, en España y Portugal a Napoleón lo ven como tirano y en Italia como libertador.
      — Pues sí.
      — Aunque en ese momento Italia no existía. Era una onda feudal.
      — Igual E.E.U.U. se ve a sí mismo como libertador, pero...
      — Yo no digo que los franceses se vean como libertadores de Italia, sino que los italianos ven a Napoleón como libertador.
      — ¿A poco?
      — Sí.
      — Sospecho que no todos los italianos, ¿o sí todos?
      — No todos, pero bastantes. Muchos ni saben.


***



— Ayer Cris y yo definimos lo que es ser bueno, porque pensamos que ser bueno no es la negación de ser malo ni malo la negación de ser bueno.
      — Estoy de acuerdo.
      — Pensamos en la siguiente: se dice que alguien es bueno si hace un bien (aquí tal vez habría que evitar la palabra ‘bien’, pero de todas maneras aclara la definición) a otro, teniendo la opción de no hacerlo. Entonces, como ves, bueno y malo son opuestos, pero ni uno es la negación del otro.
      — Creo que para la doctrina católica malo es la negación de bueno porque existe el pecado por omisión. Es decir, si tienes la oportunidad de hacer un bien y no lo haces, es malo. Pero yo digo que es imposible hacer todos los bienes potenciales.
      — Estoy pensando en la manera como se suelen usar esas palabras en lo cotidiano, no en una religión en particular.
      — Sí.
      — Además, concuerdo con lo que dices.
      — Aunque seguramente podríamos hacer más bien del que hacemos. El Siete Pelos me enseñó eso y, además, me dijo que el pecado por omisión era el peor.
      — Sí, el punto, creo, es que hay comportamientos que quedan fuera de poder ser calificados de buenos o malos. Todo eso de en medio es enorme, creo. ¿Quién es el Siete Pelos... Ah ya me acordé.
      — ...Por las definiciones. Sobre todo aquello que es inevitable no puede ser calificado de bueno o malo: el cliché de que la naturaleza no es ni buena ni mala.
      — No sólo eso. Por ejemplo, desayunar, meditar aislado en una montaña... Eso no es ni bueno ni malo.
      — ¿Y si meditar te lleva a hacer el bien? ¿O desayunar?
      — Jajajaja.
      — Creo que no cuenta.
      — Meditar no es calificable de bueno o malo, porque mientras lo haces, no haces ningún bien a otro. Se es bueno, sólo en el acto.
      — Esa es muy buena conclusión.
      — Digo, si seguimos la definición.
      — Yo lo que estuve pensando es que algo más útil que definiciones de bueno o malo serían guías para definir mejor o peor moralmente.
      — Definir mejor qué.
      — Por ejemplo, ante un problema, como el ejemplo de ayer.
      — ¿Cuál ejemplo? Vimos varios, creo.
      — Problema: Desigualdad en la repartición de la riqueza que causa miseria mortal. Posibles soluciones de mejor a peor: resistencia civil pacífica-resistencia civil dispuesta a pelear - lucha armada organizada - lucha armada desorganizada - inacción - robo o secuestro - complicidad con sistema desigual - generación de sistema desigual. ¿En que momento termina lo bueno y empieza lo malo?
      — Creo que con las definiciones queda claro que no hay una frontera entre lo bueno y lo malo, pues no son la negación la una de la otra sino opuestos; además, queda claro, de las definiciones, que ser malo es una relación diádica.
      — Yo pienso que la inacción puede ser mala.
      — A ver, un ejemplo.
      — Este que acabo de dar.
      — No me queda claro.
      — Al permitir que la maldad continúe, eres cómplice.
      — Es que en ese caso, Dios es malo.
      — Es cierto. Tal vez haya limitantes a impedir la maldad.
      — No porque me interese que sea bueno. Pero a ver. Ser cómplice significa ser coactor, es decir, en parte soy ejecutante de algo, pero si no hago nada, no hay tal coacción.
      — Como no utilizar la violencia o la muerte o limitar la libertad.
      — Sigo pensando que la muerte no es mala.
      — Si tú ves un robo y puedes alertar lo que estás presenciando sin correr peligro, ¿qué harías?
      — ...Por lo siguiente: me parece que sólo se puede hacer daño a alguien mietras vive; porque si lo mato, no hay sujeto (el muerto) que piense que le he hecho daño. Pues si no hubiera peligro, tal vez lo haría. Si lo hubiese, quizás no. La verdá no lo sé.
      — No hay peligro, lo ves desde lejos y tienes un teléfono al lado, ¿alertarías o no?
      — Si no alerto, no pienso que haya hecho daño a nadie; es decir, no creo ser malo, pero tampoco bueno, porque, como dije, si sigo la definición, bueno sería hacer un bien a otro teniendo la opción de no hacerlo. Yo no juzgaría de malo a alguien que no llama si ve que estoy en peligro. Tal vez llamaría.
      — Yo creo que ahí falla la definición.
      — Pero sí de bueno si lo hace.
      — Mmmm, es cierto.
      — Por supuesto que podrías sugerir otra definición y ponerla a prueba.
      — Claro.
      — Digo, la definición que di es una propuesta, no que yo crea que todo mundo deba pensar así.
      — ¿Podrías repetir la definición de malo?
      — Se dice que uno es malo si y sólo si uno busca un bien propio a costa del sufrimiento o daño de otro, teniendo otra opción para obtener tal bien.
      — ¿Y si uno busca el bien de otra persona a costa del sufrimiento o daño de un tercero?
      — Entonces no es malo. Aunque está raro, porque me imagino que poca gente hace eso.
      — Tu definición no incluye ese caso.
      — No. Matar por ejemplo a alguien porque amenaza a tu hijo, digamos. El bien propio es que no quieres sufrir al ver sufrir a tu hijo. Tons al final sí buscas un bien propio.
      — Ta bueno.
      — Veo difícil que suceda el caso que planteas. Aunque no digo que no pueda suceder.
      — ¿Y si haces un bien a otro sólo para sentirte mejor? ¿Es decir, que no existan los actos desinteresados?
      — Por otro lado, mira: las enfermedades raras en niños. ¿Dios las hizo por un bien propio? Diría que no. Tons no es malo por crear enfermedades que hacen sufrir a niños y a otros. No importa, porque de todas maneras ayudas al otro. Le haces un bien. Por eso la definición de bien no excluye el caso en que puedas hacer un bien a otro al hacerte un bien a ti.
      — Es cieto, se me hace que no estoy pensando mucho.
      — A lo mejor es que he estado pensando un buen en eso.
      — ¿Por qué crees que Dios crearía el universo, si es que lo crees?
      — No tengo idea ni tampoco tengo idea si Dios existe.
      — Yo no me atrevería a decir que Dios no creó las cosas por un bien propio, si es que las creó y si es que existe.
      — Es decir, ¿algo te hace pensar que las creo por un bien propio? Si existe.
      — Podría ser, por ejemplo, por el gusto de observar.
      — Mmmh. Es decir, ¿tú crees que Dios pudiera sentir placer?
      — Sí.
      — ¿El placer no es algo mundano? ¿O algo muy banal para ser divino?
      — No.
      — Ah. ¿Y crees que Dios pueda sufrir?
      — Sí.
      — Bóitelas.
      — Pero creo que mi imagen de Dios es demasiado antropomorfa.
      — Mmmh, eso parece. Ta muy buena esta plática.
      — Creo que la imagen más abstracta de Dios que tengo es algo así como el equivalente de la Gaia pero en universo.
      — Órale, como panteísta, o algo así, ¿no?, ¿o cómo?
      — No pienso que cada cosa tenga un dios, sino creo que la gente tiene una parte espiritual, que podríamos llamar alma, y que el equivalente del alma del universo sería Dios.
      — Mira: http://es.wikipedia.org/wiki/Pante%C3%ADsmo.
      — Y como tal, un sufrimiento individual se traduce en sufrimiento de Dios, pero que el estado emocional de Dios es más bien una mezcla, es una conciencia con muchas conciencias.
      — Ah ya. Sí se oye panteísta tu visión más abstracta de Dios, ¿no? Digo, si leíste la entrada de la Wikipedia.
      — Voy a leer. Todavía no, ando leyendo otra cosa.


***



— Oye. Me quedaba una pregunta.
      — Ah, sí. A ver.
      — Igual podría deducir la respuesta de las definiciones, pero no he querido pensar. ¿Es malo hacerse daño?
      — Esta definición sólo tiene sentido cuando se trata de dos personas distintas, pues así está hecha la definición. Tons no se puede usar de uno a uno mismo. Se dice que uno es malo con otro si y sólo si uno busca un bien propio a costa del sufrimiento de otro...
      — Tal vez habría que buscar resolver esa pregunta.
      — Pues yo diría que no es malo pero sí autodestructivo.
      — Lo malo no excluye lo autodestructivo. Ni viceversa.
      — O podrías tener dos definiciones de malo, una que sea una relación diádica, de dos pues, y otra que sea monádica.
      — Apoyo esa moción. Leí del panteísmo.

1Éstos son fragmentos de tres diálogos consecutivos que tuvimos Macías y yo por el MSN. Al texto sólo le hice correcciones ortográficas y de puntuación, para hacerlo más comprensible. No le hice correcciones de precisión, como dejar más clara una respuesta mía o de plano cambiarla, porque no sabría qué contestaría Macías, y porque lo dejaría sin derecho a réplica; así que dejo una próxima discusión o reflexión para otra entrada.

8 de octubre de 2009

Hare

Saltaré sobre el pasto, giraré mis orejas y sacudiré mis labios. No sabré si saltar porque nunca sabré nada más que lo que veré, escucharé, palparé y oleré. Todo olerá hermoso, a pasto verde y largo. Querré imaginar que el pasto hiciere algo, pero mi mente se detendrá, y entonces saltaré, sacudiendo mis labios y mis bigotes. Sentiré el pasto en mi vientre, que será abajo, pero no sabré su nombre. Miraré a un lado y saltaré y saltaré, hasta que una hoja crujiere, porque crujirá, y me detendré a escuchar el crujido, pero cesará para mi sorpresa, y estaré atento a su regreso; me moveré y crujirá de nuevo. Crujirá al moverme y me moveré de nuevo. Pero olvidaré el crujido, porque algo volará y saltaré para mirar; será rojo y revoloteará, y será pequeño, muy pequeño. Me gustará el revoloteo y querré olerlo y comerlo. Pero no lo comeré, porque desaparecerá. Miraré a otro lado y veré pasto, verde, muy verde, y me emocionará y saltaré y saltaré, y tendré hambre y comeré. Me sentiré relajado entonces. Olvidaré el pasto y a mí. De pronto, todo frente a mí tomará un color más claro, como llenándose de luz. Mis patas se sacudirán, y estaré mirando el pasto. Entonces saltaré, sólo un poco, y parpadearé. Escucharé un ruido que sonará peligroso y me pondré nervioso; mis orejas girarán hacia atrás, luego hacia adelante, y seguiré nervioso, con miedo. Entonces saltaré y saltaré. Olvidaré todo, porque habrá pasto verde y largo, y ningún ruido peligroso. Repentinamente, la luz será fuerte y todo será brillante. Cerraré los ojos e imaginaré pasto, mucho pasto. Pero me alertaré porque habrá un ruido peligroso, y no se detendrá. Tendré un miedo gigante, y saltaré y saltaré, y eso me perseguirá; tendré más miedo, mucho más. Saltaré para aquí, para allá, para otro lado: zigzag, zigzag, zagzig. Saltaré, saltaré, saltaré; el miedo seguirá, porque eso estará tras de mí, y hará un ruido horrible, y sentiré atrás algo ligero que me tocará, pero correré; sentiré que no tuviere fin. Pero lo tendrá, porque habrá un hoyo, donde me meteré y nunca saldré, eso creeré. Oleré la tierra, que estará húmeda y fresca; me relajaré. Y querré meterme en la tierra; entonces empujaré y me aplastaré contra el olor, que será bueno. Oleré y oleré. Moveré mis patas y me relajaré; todo lo olvidaré. De pronto, todo estará oscuro, aunque veré. Giraré mi cuerpo, saltaré un poco, luego otro poco, hasta que mi cabeza saldrá. Sacudiré mis labios, pero nada vibrará y no habrá ningún ruido peligroso, aunque quizá algo en mis patas crujirá, y estaré quieto, quieto, y volveré al hoyo, y oleré la tierra. Todo lo olvedaré. Súbitamente, habrá un poco de luz y querré salir a ver. La luz será brillante y cerraré los ojos, sólo un poco, porque querré ver, y veré pasto, poco pasto. Entonces saltaré y saltaré; estaré emocionado, porque habrá pasto, mucho pasto, verde y largo, y comeré, porque tendré hambre. Un crujido repentino se escuchará muy cerca y tendré pánico, y correré y saltaré, para aquí y para allá. Algo pesado me tirará. Sólo habrá pánico, pánico, mucho pánico. Agitaré mis patas, para saltar, pero no saltaré, no...1

© Enrique Ruiz Hernández

1Este cuento está incluido en el libro Neftis Amonet y otros relatos.

2 de octubre de 2009

La mirada

Viajaba en el metro, en uno de esos vagones cuyos asientos son azules y quedan unos frente a otros. Iba sólo, en esa especie de cabina de tren superdiminuta. En la siguiente estación, entró una joven de veintitantos y se sentó en el asiento de enfrente, pero no frente a mí (si los asientos formaran un tablero de ajedrez de sólo cuatro cuadrados, estaríamos sentados en cuadrados del mismo color). Por cierto, yo iba en la ventanilla; me gusta la ventanilla, y la veinteañera también me gustaba. Después de unos segundos, me lanzó una mirada fugaz, quizá de quiero saber qué aspecto tiene. Volvió a mirarme otra vez, ahora tomándose un poco más de tiempo para observarme. Intuí que imaginó que no tengo auto ni casa ni novia ni amigos, quizá ni trabajo. Sin embargo, volvió a mirar; estoy seguro de que fue porque me vio feliz: a muchos les atrae la felicidad. No tengo dudas de que me vislumbró como un niño que se la pasaba todo el día en bicicleta por todas las calles de su colonia, andando a toda velocidad, con la frente descubierta, debido al viento; que me supuso un niño cuyo padre lo llevaba al parque Tezozómoc a jugar básquet, a patinar, a ver los patos del pequeño lago y, por supuesto, a andar en bici, con él, uno tras del otro, ora haciendo caballitos, ora derrapones; que se figuró que tenía una imaginación desbordada, casi la de un loco; que tal vez por eso no tenía novia, no por la imaginación sino por lo loco. Pasaron dos estaciones desde que se subió. Me echó otra mirada, en cuyo fondo pude ver su mente imaginando que mi papá murió cuando yo tenía 15 años (que mi mamá murió cuando nací), que él me enseñaba toda clase de cosas, porque yo era un preguntón y porque él tenía una gran memoria y era un lector compulsivo; que vivíamos en la casa de la abuela, donde había montones y montones de libros, en montones de idiomas; que seguro mi papá sabía varios: italiano, alemán, francés, inglés, hebreo, mandarín, japonés e hindi. Especuló que tenía una familia bien rara: un tío borracho que siempre estaba botado sobre las banquetas; una tía rica que tenía 14 perros y un solo hijo, con síndrome de Kallman, de Tourette o Down; otro primo que tenía síndrome de Proteo, y otro esquizofrénico... Ah, y una prima bellísima que era modelo pero que genéticamente era hombre (era mujer porque tenía insensibilidad a los andrógenos) y quería tener muchos hijos pero era estéril. Ya habían pasado cuatro estaciones desde que se subió. Entonces, ella se olvidó de mí por una estación, pero a la siguiente volvió a mirarme, repentinamente y con una sonrisa; creo que se dio cuenta de que cuando me imagino sentado dentro de un transporte, siempre me imagino sentado al lado de la ventanilla izquierda, si uno mira en la misma dirección en la que normalmente se dirigen los autos en el continente americano. Poco a poco su sonrisa se desvaneció: había notado una mancha blanca en mi rostro, como de maquillaje, y supo entonces que era un payaso, pero no callejero sino de circo. Vi claramente en su rostro que me había reconocido (por la mirada: eso nunca cambia en la gente; al ver fotografías en que soy un niño, me veo la misma mirada), a pesar de no recordar mi nombre artístico; entonces, imaginé que le vino a la mente que era un payaso secundario, que no actuaba en un circo fijo, que deambulaba, que vagaba y divagaba como mi imaginación. Entonces, de una bolsa negra que llevo casi a todos lados, saqué una flor amarilla hecha con globos y se la extendí, cuando alzó la mirada porque habíamos llegado a la estación en que ella bajaba. Se levantó deprisa y, sin la flor en la mano, corrió hacia afuera, mirándome por última vez; con la mirada me dijo “gracias”; con gran amabilidad, le contesté “de rien”.1

© Enrique Ruiz Hernández

1Este cuento está incluido en el libro Neftis Amonet y otros relatos.

12 de septiembre de 2009

Una posible interpretación de ‘ser uno’

Hace unos meses, cuando le explicaba a mi amigo Joaquín cómo construir todos los números naturales a partir del conjunto vacío, al final dijo: “sí, pero el conjunto vacío es uno”. Entonces me pregunté en qué sentido el conjunto vacío es uno (tengo la impresión de que el dos también es uno, de hecho, que cualquier cosa es uno). Veamos en qué sentido el conjunto vacío podría ser uno, y el dos también. Consideremos las siguientes series de cosas: una mano, un pie, un casco, una maceta, un conjunto vacío y dos manzanas, dos peras, dos carros, dos personas, dos cobijas. Se podría decir que en ambos casos se está hablando de la totalidad que forman las cosas listadas; es decir, se podría decir que se está pensando en lo siguiente:

{esa mano}, {ese pie}, {ese carro}, {ese conjunto vacío}, . . .,

conjuntos todos con un solo elemento, y

{dos manzanas}, {dos peras}, . . .,

conjuntos todos con dos elementos. Me viene entonces a la mente que el sentido en que el conjunto vacío es uno es que podemos considerar el conjunto que tiene como único elemento al conjunto vacío. El dos es uno en ese mismo sentido, porque siempre podemos considerar al conjunto que tiene como único elemento al dos. En este sentido cualquier cosa es uno.
      Cuando uno ve dos manzanas y dice: “son dos”, uno no está hablando de una propiedad de cada manzana, sino está hablando de la totalidad que forman las dos manzanas; es decir, uno está pensando en {manzana 1, manzana 2}. De igual manera, cuando se dice: “es uno” y se está pensando en la interpretación mencionada, al hablar de un pie a la vista, no se está hablando de alguna propiedad del pie, sino de la totalidad que forma el pie; es decir, se está pensando en {ese pie}. Así que, en la interpretación que se está considerando aquí, decir que el conjunto vacío es uno no es hablar del conjunto vacío, sino hablar de la totalidad que forma el conjunto vacío.
      Leyendo el Diccionario de Filosofía Abreviado de José Ferrater Mora, encontré otras dos acepciones de ‘uno’: indivisible, que carece de partes; también se dice de algo que es uno en el sentido de que las partes de las que está compuesto forman esa unidad que es el algo del que se está hablando y no está dividido. Considerando estas otras dos acepciones, la única que tiene sentido para Ø es la primera de las otras dos: que el conjunto vacío carece de partes, donde supongo que parte podría pensarse como elemento: el conjunto vacío es uno. Ahora, si se considera la segunda acepción, entonces el conjunto vacío no es uno, pues no hay ninguna parte que lo constituya; lo interesante es que el conjunto {Ø} es uno en ambos sentidos (es indivisible y consta de una sola parte que conforma su totalidad y no está dividido; notemos entonces que ‘indivisible’ no es lo mismo que ‘carente de partes’), y el conjunto {Ø,{Ø}} sólo en el último.
      Me pregunto qué habrá querido decir Joaquín con ‘sí, pero el conjunto vacío es uno’, qué habrá querido decir con el ‘pero’.

© Enrique Ruiz Hernández

2 de septiembre de 2009

La leyenda de los orígenes1

He aquí lo que me ha enseñado mi padre, lo cual recibió de su padre, y así desde hace mucho, mucho tiempo, ¡desde el comienzo!
      En el origen de las cosas, bien en el origen, cuando no existían ni hombre ni animales ni plantas ni cielo ni tierra, nada, nada, nada, Dios ahí estaba y se llamaba Nzamé. Y a los tres que son Nzamé nosotros los llamamos Nzamé, Meber y Nkwa. Y al principio Nzamé hizo el cielo y la tierra y se reservó el cielo para sí. Sopló sobre la tierra, y bajo la acción de su soplo nacieron la tierra y el agua, cada una por su lado.
      Nzamé ha hecho todas las cosas: el cielo, el sol, la luna, las estrellas, los animales, las plantas, todo. Y cuando hubo terminado todo lo que ahora vemos, llamó a Meber y Nkwa y les mostró su obra: "¿Lo que he hecho está bien hecho?", les preguntó.
      — Sí, has hecho bien —tal fue su respuesta.
      — ¿Hay alguna otra cosa por hacer?
      Y Meber y Nkwa le respondieron: "Vemos muchos animales, pero no vemos a su amo; vemos muchas plantas, pero no vemos a su dueño".
Y para dar un amo a todas esas cosas, entre todas las creaturas, designaron al elefante, pues tenía la sabiduría; al leopardo, pues tenía la fuerza y la astucia; al mono, pues tenía la picardía y la agilidad.
      Pero Nzamé quiso hacerlo mejor todavía, y entre los tres, hicieron una creatura casi semejante a ellos: uno le dio la fuerza, otro el poder, el tercero la belleza. Entonces, los tres dijeron: "Toma la tierra, eres, desde ahora, el amo de todo lo que existe. Como nosotros, tienes la vida, todas las cosas se someten a ti, eres el amo".
      Nzamé, Meber y Nkwa volvieron a su morada en las alturas, la nueva creatura se quedó sola aquí abajo y todo le obedeció.
      Pero entre todos los animales, el elefante permaneció el primero, el leopardo tuvo el segundo puesto y el mono el tercero, pues eran ellos a quienes Meber y Nkwa habían escogido primero.
      Nzamé, Meber y Nkwa habían nombrado al primer hombre Fam, lo que quiere decir la fuerza.
      Orgullosa de su poder, de su fuerza y su belleza, pues rebasaba en esas tres cualidades al elefante, al leopardo y al mono, orgullosa de vencer a todos los animales, esta primera creatura se fue por mal camino; se volvió orgullo, ya no quiso adorar a Nzamé y lo despreciaba:

Yeyé, ¡oh! la, yeyé.
¡Dios arriba, el hombre en tierra!
Yeyé, ¡oh! la, yeyé.
Dios es Dios,
El hombre es el hombre,
¡Cada uno en casa, cada uno en su casa!


      Dios había eschuchado este canto. Escuchó con cuidado: "¿Quién canta?". "Busca, busca", responde Fam. "¿Quién canta?". "Yeyé, ¡oh! la, yeyé". "¿Pero quién canta?". "¡Ey!, soy yo", vocifera Fam.
      Dios, completamente encolerizado, llama a Nzalân, el trueno: "¡Nzalân, ven!".
      Y Nzalân vino a toda prisa con gran estruendo: ¡Boú, boú, boú! Y el fuego del cielo incendió el bosque. Las plantaciones que se queman, ante este fuego, son una antorcha de amón. Fuí, fuí, fuí, todo ardía. La tierra estaba, como hoy, cubierta de bosques: los árboles se quemaban, las plantas, los bananos, la mandioca, incluso los cacahuates, todo se secaba: bestias, aves, peces, todo se destruyó, todo había muerto; pero, por desgracia, al crear el primer hombre, Dios le dijo: " Tú no morirás". Lo que Dios da, no lo quita. El primer hombre se quemó; ¿lo que haya sido de él?, de eso no sé nada; está vivo, ¿pero dónde?, mis ancestros no me lo han dicho; ¿lo que haya sido de él?, yo no sé nada, esperen un poco.
      Pero Dios miró la tierra, toda negra, sin nada completamente, inactiva, tuvo vergüenza y quiso hacerlo mejor. Nzamé, Meber y Nkwa se reunieron a deliberar en su abeñ, e hicieron lo siguiente: sobre la tierra negra y cubierta de carbón, pusieron una nueva capa de tierra; un árbol creció, crece, crece todavía, y cuando una de sus semillas caía al suelo, un nuevo árbol nacía, cuando una hoja se desprendía, crecía, crecía, comenzaba a caminar, y era un animal, un elefante, un leoparado, un antílope, una tortuga, todos, todos. Cuando una hoja caía en el agua, nadaba, y era un pez, una sardina, un mapiro, un cangrejo, una ostra, un molusco, todos, todos. La tierra volvió a ser lo que había sido, lo que es hoy todavía. Y la prueba, hijos míos, de que mi palabra es la verdad, es que si, en ciertos lugares, cavan la tierra, incluso a veces en la superficie, encontrarán una piedra dura, negra, pero que se quiebra; arrójenla al fuego, se quemará. Esto ustedes lo saben perfectamente:

El silbato resuena,
El elefante viene.
Al elefante, gracias.


      Esas piedras son los restos de los bosques anteriores, de los bosques quemados.
      Sin embargo, Nzamé, Meber y Nkwa se reunían para deliberar: Se necesita que un jefe dirija a los animales", dijo Meber. "Por supuesto, hace falta uno", dijo Nkwa. Prosiguió Nzamé: "En verdad, haremos otra vez un hombre, un hombre como Fam, mismas piernas, mismos brazos, pero le volveremos la cabeza y verá la muerte". Y así se hizo. Ese hombre, amigos míos, es como ustedes, es como yo.
      Ese hombre que fue, aquí abajo, el primero de los hombres, el padre de todos nosotros, Nzamé lo nombró Sekumé, pero Dios no quiso dejarlo solo. Le dijo: "Hazte una mujer con un árbol". Sekumé se hizo una mujer, y ella caminó y él la llamó Mbongwé.
      Mientras Nzamé hacía a Sekumé y a Mbongwé, los formó con dos partes: una externa, la cual ustedes llaman Ñul, cuerpo, y la otra que vive en el Ñul y que todos llamamos Nsissim.
      Nsissim es lo que produce la sombra, la sombra y Nsissim es la misma cosa, Nsissim es lo que hace vivir a Ñul, Nsissim es lo que se va cuando el hombre ha muerto, pero Nsissim no muere. Mientras está en su Ñul, ¿saben dónde mora? En el ojo. Sí, mora en el ojo, y aquel puntito brillante que ven en el medio es Nsissim.

La estrella arriba,
El fuego abajo,
El carbón en el hogar,
El alma en el ojo.
Nube, humo y muerte.


      Sekumé y Mbongwé vivían felices aquí abajo, y tuvieron tres hijos, que nombraron, al primero, Nikur (el tonto, el malo), Bekalé, al segundo (el que no piensa en nada), y éste llevó a cuestas a Mefer, al tercero (el que es bueno y hábil). También tuvieron hijas, ¿cuántas?, no lo sé, y estas tres también tuvieron hijos, y aquellos también. Mefer es el padre de nuestra tribu, los otros los padres de las otras tribus.
      Sin embargo, Fam, el primer hombre, Dios lo encerró bajo tierra, y con una roca enorme tapó el agujero. ¡Ah!, el taimado Fam, durante mucho, mucho tiempo excavó: un buen día, él estaba afuera. ¿Quién había tomado su lugar? Los otros hombres. ¿Quién se encolerizó contra ellos? Fam. ¿Quién siempre procura hacerles daño? Fam. ¿Quién se esconde en el bosque para matarlos, bajo el agua, para volcar su piragua? Fam, el mentado Fam. ¡Silencio! No hablemos tan alto, quizá está por ahí escuchándonos:

Permanezcan en silencio
Fam están escuchando,
Para provocar penas a los hombres;
Permanezcan silenciosos.


      Y a los hombres que había creado, Dios les dio una ley. Llamando a Sekumé, Mbongwé y sus hijos, llámandolos a todos, a pequeños y grandes, a grandes y pequeños: "Para el futuro", les dijo, "he aquí las leyes que les doy, y que obedecerán:
      No robarán en su propia tribu.
      No matarán a aquellos que no les hagan daño.
      No irán a comer a los otros en la noche.
      "Es todo lo que les pido; vivan en paz en sus aldeas. Aquellos que hayan escuchado mis mandatos, serán recompensados, les daré su salario, a los otros los castigaré. Así será".
      Cómo castiga Dios a los que no lo escuchan, helo aquí. Después de su muerte, deambularán en la noche, sufriendo y dando alaridos, y mientras las tinieblas cubren la tierra, cuando uno tiene miedo, entran a las aldeas, matando e hiriendo a aquellos con los que se topan, haciéndoles todo el daño que pueden.
      Se hace en su honor la danza fúnebre kedzam kedzam, eso no sirve para nada. En la era, frente a la choza, les llevamos los mejores platillos; comen y ríen, eso no sirve para nada. Y cuando todos los que han conocido han muerto, sólo entonces oyen a Ngofió, Ngofió, el ave de la muerte. Inmediatemente se ponen todos flacos, todos flacos, y ¡helos ahí muertos! ¿Adónde van, hijos míos? Ustedes saben como yo, antes de pasar el gran río, se quedan, por mucho, mucho tiempo, sobre una gran roca plana: tienen frío, mucho frío, brrr...

El frío y la muerte, la muerte y el frío,
No quiero escuchar.
El frío y la muerte, la muerte y el frío,
Penas, oh madre mía.


      Y cuando todos los condenados han pasado, Nzamé los encierra, por mucho, mucho tiempo, en el Ototolán, el lugar de mala estancia donde se ven penas, penas.
      En cuanto a los buenos, se sabe que después de su muerte vuelven a las aldeas; pero están contentos por los hombres, la fiesta de los funerales, la danza del duelo regocija su corazón. Durante la noche, vuelven cerca de los que han conocido y amado, les ponen ante sus ojos sueños agradables, les dicen cómo hay que hacer para vivir largo tiempo, adquirir grandes riquezas, tener mujeres fieles (¡escuchan bien, ustedes, allá, cerca de la puerta!), tener mujeres fieles, tener muchos hijos y matar muchos animales en la caza. Fue así, amigos míos, como me enteré de la llegada del último elefante que maté.
      Y cuando todos los que han conocido han muerto, sólo entonces oyen a Ngofió, Ngofió, el ave de la muerte; inmediatamente se ponen todos gordos, todos gordos, incluso demasiado, y ¡helos ahí muertos! ¿Adónde van, hijos míos? Bien lo saben como yo. Dios los hace subir, y los coloca junto a él en la estrella de la noche. Desde ahí, nos observan, nos ven, están contentos cuando festejamos su memoria, y lo que hace a la estrella tan brillante son los ojos de todos los que han muerto.
      Lo que los ancestros me han enseñado helo aquí: y a mí, Ndumembá, es mi padre quien me lo ha enseñado, lo cual recibía de su padre, y el primero de nuestros ancestros de dónde lo recibía, de eso yo no sé nada, yo no estaba ahí. He dicho.

1Esta leyenda se encuentra en una antología de Blaise Cendrars, Antologie nègre. Dicha leyenda es de origen fang (que es como ahora se suele escribir; la grafía anterior era fân). Los Fang son una etnia de África central, más precismante de Gabón, Camerún y Guinea Ecuatorial.
Me permití hacer una traducción libre para compartir el texto, el cual encontré muy interesante, por sus aparentes palalelismos con el cristianismo.
Posteriormente añadiré algunas notas sobre algunas palabras, como abeñ, por ejemplo.


© Enrique Ruiz Hernández

20 de marzo de 2009

Lluvia dulce

Amanece en Boron, California. Los rayos del sol iluminan los enormes depósitos de bórax, sal antifórmica, y aquéllos, anaranjados, atraviesan las ventanas y calientan sus cuerpos. Ella despierta.
     Se levanta, desnuda, y se dirige al patio central de la casa. Se sienta lentamente sobre una pequeña montaña de azúcar. Los granos se pegan suavemente a sus nalgas, a sus muslos, sus pantorrillas. Se da vuelta lentamente, permitiendo que algunos granos permanezcan pegados, que otros caigan dejando unas pequeñas marcas rojas en su piel. Queda de lado. Mete una mano en la entrepierna hasta que sólo la punta de su dedo medio apenas toca algunos granos. Saca su mano y remoja en su lengua, levemente, sus tres dedos más largos. Otra vez, la mano en la entrepierna; sus dedos tocan el azúcar y luego sus labios vulvares, húmedos, cafés y rosas: un molusco carnoso y hambriento. Pedalea los dedos, dejando caer, mínimamente, algunos granos de azúcar: apenas los siente, su respiración se hace profunda y su espalda se arquea, como la de una tetanizada. Levanta su mano y tira plácidamente de una palanca: una suave y pequeña lluvia de azúcar cae sobre su vientre, lo acaricia y la sobrecoge, y una sola lágrima de gozo y exaltación se forma en el rabo de su ojo izquierdo. Una sonrisa. Los granos rebotan y se enredan, como arena del mar, en su vello púbico rizado e hirsuto. Su espalda se arquea hacia arriba y hacia abajo.
     Él se levanta, desnudo, y va donde ella. La mira extasiado. Sus puños se cierran y aprietan. Sus dedos de los pies se contraen, se aferran al azúcar bajo ellos. Sangre caudalosa comienza la erección del priapo. Como un rey que busca a la reina del mar, a la ostra olimpia, a la divina coquina, el glande ensanchado, rojo y brillante, con el borde rosado, como una corona, contempla pasmado, duro, la lluvia y a ella. Uno, dos, tres granos caen ligeramente en el glande; éste sufre un espasmo, endureciéndose más. Ella siente que la miran él y el priapo; entonces aprieta a éste y lo tironea un poco con la otra mano, lo jala hacia ella, a la lluvia de azúcar. El caudal granuloso acaricia dulcemente la punta, que apunta y mira hacia ella, con deseo de tocarla.
     Se miran extasiados, con la mirada perdida el uno en el otro, con la boca entreabierta, los labios húmedos y enrojecidos. Una sonrisa. "Qué dulce eres, mi amor".

© Enrique Ruiz Hernández

24 de febrero de 2009

Catalania (fragmento)

No me desperté enseguida; seguía con los ojos cerrados y oníricas imágenes disconexas que se hilaban poco a poco me venían a la mente. La gente hablaba con vocales muy largas o repititivas; asimismo con las consonantes. Sí, hablaban con palabras de sólo dos letras, y no siempre tenían vocales. Me sentía un poco tenso: quería entender todo lo que decían; sí entendía, pero estaba tenso: no quería interrumpir con un "cómo". Decidí levantarme.
     Justo cuando puse un pie en el piso, vinieron a mi mente los números de Catalan, y las palabras de Dyck. Entonces me reí del sueño.
     La primera vez que me encontré con los números de Catalan, me fascinaron. Desde entonces no paro de pensar en ellos, y no soy el único: Richard Stanley también tiene catalanía.
     Al lado de mi cama siempre tengo una libreta donde escribo todo lo que se me ocurre, o casi todo lo que se me ocurre, porque también se me ocurren imágenes, y las imágenes no se escriben; aunque el 'casi todo' era porque a pesar de que todo el tiempo se me ocurren cosas, no siempre las escribo; realmente no tengo un criterio para decir qué escribiré y qué no. A veces escribo argumentos que demuestran alguna afirmación que he pensado previamente; otras, algún pensamiento suelto, y otras, no sólo escribo, sino también dibujo: triángulos, cuadrados, tableros, diagramas... Las demostraciones con diagramas me fascinan: son simples, sintéticas y, por lo tanto, bellas; no me considero un teórico en Categorías, pero sí un aficionado a la Teoría de Categorías.
     Tomé mi libreta y me puse a garabatear: acabo de descubrir que el n-ésimo número de Catalan es el número de maneras de unir con n cuerdas que no se intersectan, 2n puntos sobre la circunferencia de un círculo, y que también es el número de maneras de conectar 2n puntos del plano que yacen sobre una línea horizontal, por medio de n arcos que no se intersectan, de tal manera que cada arco conecta dos de los puntos y está por encima de los puntos; aunque tal vez esto ya lo sabe Stanley.
     De pronto, todo me pareció distinto: mi cama, mi cuarto, mi casa, mi edificio, mi unidad, el cielo, las nubes, el sol, mi mundo. Dejé mi libreta sobre el buró y me levanté despacio, muy despacio, cautelosamente, con el cuidado de provocar la menor perturbación posible: no quería que este estado de cosas cambiara, se me escapara, se desvaneciera; era uno de esos momentos que cualquier pequeña inmutación podía hacer desaparecer, como una mariposa que se asusta al menor movimiento a su alrededor, como un pajarito que al menor acercamiento parte volando. Con lentitud y reserva me vestí y puse los tenis. Caminé hacia la puerta, descolgué las llaves del perchero para llaveros y cerré deslizándome por el pequeño resquicio que dejé entre la puerta y el marco. Bajé las escaleras y abandoné el edificio. Miré hacia arriba: el cielo tenía un color peculiar; tal vez se veía lila, con pequeñas vetas verdes, cubierto por rizos blancos y pequeñas masas globulares, los cuales se veían como una pila piramidal incompleta de bolitas de algodón. Hice una mueca por el sol: tengo astigmatismo y la luz me molesta un poco. Bajé la mirada y seguí. Caminé por los pasillos laberínticos de mi unidad hasta salir a la avenida; estaba un poco vacía, condición que me pareció extraña después. Tomé un micro. Bajé cerca de la Terminal del Norte, que fue hacia donde me dirigí.
     En la terminal la atmósfera se percibía ligera, tenue, algo inverosímil. Me acerqué a uno de los mostradores de las líneas de autobuses. Un nombre en el tablero de destinos llamó mi atención: Catalania. Decididamente y sólo motivado por mi afición a los números de Catalan, compré un boleto para Catalania. Me dirigí al andén 1, de donde saldría mi camión, con el número 2; al mirar mi número de asiento, me percaté que sin darme cuenta había escogido el número 5. Esperé durante una hora a que mi autobús estuviera listo, no sin impacientarme y pensar con recurrencia progresiva en los números de Catalan, y en el posible aspecto de Catalania. La imaginaba como un pueblito fundado por catalalanes, y que, por lo tanto, era un lugar famoso por su buena butifarra.
     Finalmente abordé. Ya sentado, acomodándome y esperando que nadie se sentara a mi lado, o por lo menos nadie desagradable, recordé el número de mi andén, el de mi autobús y el de mi asiento: 1,2,5; intrigado, miré el reloj que estaba justo por encima del chofer: marcaba las 14 horas: 1,2,5,14; no le di importancia y me puse a mirar por la enorme ventanilla mientras pensaba que los asientos en el autobús estaban distribuidos según módulo 4: por ejemplo, el asiento 17 está del lado de la ventanilla y en la misma fila en que estaba mi asiento; más precisamente, los asientos cero módulo 4 están del lado de la ventanilla y no del lado del chofer, los asientos 3 módulo 4 están del lado del pasillo y no del lado del chofer, los asientos 2 módulo 4 están del lado del pasillo y del lado del chofer —aunque no en la fila del chofer—, los asientos 1 módulo 4 están del lado de la ventanilla y del lado del chofer, es decir, de mi mismo lado. Supongo que el asiento del chofer es el -3.
     Resoplé un poco: me quería concentrar. Siempre que voy a Oaxaca, me pongo a ver atentamente la ruta que toma el autobús: "cuando vaya en auto a Oaxaca..."; creo que es una buena ruta; pero siempre me intrigan los sonidos de la película en el autobús, y me atrapan: yendo a Oaxaca he visto buenas películas; así que termino sin darme cuenta cómo sale de la ciudad. En esta ocasión, me ocurrió lo mismo.
     Ya en la carretera, contemplando las nubes, los cerritos con sus arbustos ralos, la línea blanca de la carretera, los letreros, un número atrajo mi atención: 42; estaba escrito en una de esas paletas metálicas de fondo blanco y signos negros. Justo después, el autobús tomó el lado derecho de una bifurcación: ahora estábamos en el kilómetro 132. El último cartel que pude ver decía "km 429": el paisaje comenzaba a ponerse borroso por la increíble rapidez aparente con la que empezamos a movernos; aparente, porque el autobús no parecía sufrir ningún tipo de vibración o algo que pudiera esperar que fuera consecuencia de tal velocidad. Enseguida repasé en mi mente: "429 es el séptimo número de Catalan, 132 el sexto, 42 el quinto, 14 el cuarto, 5 el tercero, 2 el segundo y 1 el primero". Estaba desconcertado, asombrado, incrédulo, emocionado; reí por un momento; en otro, tuve miedo: "¿adónde voy?, ¿nuestra velocidad crecerá desmesuradamente? Lo más seguro, y quizás lo menos insólito, es que recorramos una espiral de longitud infinita; Catalania ha de estar en el centro, en el centro de la espiral".
     Llegamos en 30 minutos. Supongo que me encontré con todos los números de Catalan en una hora y media.
     Caminé por el pasillo del autobús con calma, mirando y sintiendo cada uno de mis pasos, avanzando pacientemente y con expectación, detrás de los más apresurados. Cuando llegué a los escalones que van a dar al tablero del chofer, miré al chofer de reojo: siempre creo que quieren que les dé las gracias —los choferes— alguno que está delante de mí es de los que lo hace, y eso me mete la duda: ¿tengo que hacerlo o no? Pero esta vez era distinto: lo miré de reojo porque pensé que tal vez me daría una pista del lugar al que habíamos arribado. Pero nada.
     Al salir del autobús, un aire fresco —más bien fresco por el contraste del aire acedo del autobús, como si hubiéramos viajado por horas— me sopló en la cara y en el cuerpo, refrescándome el rostro, las axilas y el vientre. Enseguida sentí hambre. Comencé a buscar alguna tienda de chucherías. Pronto me di cuenta que en Catalania no se hablaba español, o por lo menos el español no se escribía igual que de donde venía: todas las palabras de todos los letreros que vi tenían sólo dos letras, latinas por cierto. Rápidamente encontré una tienda. Tenían papas, cacahuates y gomitas, y otras chatarritas; en sendas envolturas se leían sendas leyendas: "papa", "uauauuauaa" y "ogoogogg" respectivamente. Tomé una bolsa de papa y fui con el tendero. Levanté la bolsa frente a él, sacudiéndola, suponiendo que me entendería, pero simplemente tomó otra bolsa de papa como la mía y la sacudió igual. Me animé y le dije "cuánto", en español. Tomó mi bolsita y la pasó por lo que parecía un lector de código; sólo aparecieron ceros y unos en la pantalla donde normalmente aparecen cantidades. "Binario", sonreí. Sin pensarlo mucho, pasé la cantidad a sistema decimal y le pasé el dinero, mexicano. Entonces me señaló una ventanilla a lo lejos, justo enfrente. Supuse que quería dinero catalanio, y que existía el dinero catalanio. Fui a esa ventanilla, cambié mi dinero y pagué con dinero catalanio, cuyos billetes eran todos de colores muy vistosos; había uno de un color púrpura muy intenso y brillante, con un edificio romanesco gótico en relieve por un lado y con el perfil de Eugène Charles Catalan por el otro, y sobre el edificio, estaba impresa una iridiscente espiral acotada de longitud infinita. A decir verdad, todos tenían, por uno de los lados, el perfil de Eugène Charles Catalan, y por el otro, una espiral iridiscente acotada de longitud infinita, lo cual me dejó francamente muy emocionado. Las monedas que me dieron eran de color cobre opaco; tenían, en una de las caras, un león estilizado parado sobre sus patas traseras sobre un fondo de franjas verticales; en la otra, la denominación y algún personaje que desconocía. Todo eso me hizo pensar en Lesotho. Tomé un tata (taxi), y al taxista le dije con gestos que quería dormir —acostándome sobre el asiento y fingiendo que roncaba—; no porque quisiera dormir, sino porque no se me ocurrió otra manera de decirle que quería ir a un hotel.
     El hotel se llamaba La On Lolo Trtr Momomo. Haciendo cuentas, sólo me alcanzaba para una noche. Salí a caminar.1

1El relato completo aparece en el libro Neftis Amonet y otros relatos.