Lo que sigue es una traducción libre que hice de la entrada de la
Internet Encyclopedia of Philosophy que trata sobre
el solipsismo. El autor de la entrada en la Internet Encyclopedia of Philosophy es Stephen P. Thornton.
Traduzco dicho entrada porque considero de suma importancia tener claras las coincidencias entre algunas creencias de sentido común y algunos supuestos solipsistas, y, en consecuencia, abandonar dichas creencias.
El solipsismo y el problema de las otras mentes
El solipsismo a veces es expresado como la visión de que “soy la única mente que existe”, o “mis estados mentales son los únicos estados mentales”. Sin embargo, el único sobreviviente de un holocausto nuclear podría llegar a creer en cualquiera de estas dos proposiciones sin ser por eso solipsista. El solipsismo, por lo tanto, se considera más propiamente como la doctrina en que, en principio, “existencia” significa para mí mi existencia y la de mis estados mentales. La existencia es todo lo que experimento —objetos físicos, otras personas, sucesos y procesos—, cualquier cosa que comúnmente se consideraría como un constituyente del espacio y el tiempo en el que coexisto con otros, y es necesariamente construido por mí como parte del contenido de mi conciencia. El solipsista, no sólo cree que sus pensamientos, experiencias y emociones son, como una cuestión de hecho contingente, los únicos pensamientos, experiencias y emociones; sino que además, el solipsista no puede asociar ningún significado a la suposición de que pudieran haber pensamientos, experiencias y emociones además de los suyos. En pocas palabras, el verdadero solipsista entiende que la palabra “dolor”, por ejemplo, significa “mi dolor”. No puede, en consecuencia, concebir cómo esta palabra ha de aplicarse en cualquier otro sentido, además del exclusivamente egocéntrico.
Índice
- La importancia del problema
- Orígenes históricos del problema
- El argumento por analogía
- Lo físico y lo mental
- Conocer otras mentes
- La privatividad de la experiencia
- La incoherencia del solipsismo
1. La importancia del problema
Ningún gran filósofo ha propugnado el solipsismo. Como teoría, si en verdad se le puede calificar como tal, claramente tiene poco que ver con el sentido común. En vista de esto, podría preguntarse razonablemente por qué el problema del solipsismo debería de recibir atención filosófica alguna. Hay dos respuestas a esta pregunta. Primero, a pesar de que ningún gran filósofo ha explícitamente propugnado el solipsismo, lo cual puede atribuirse a la inconsistencia de mucho del razonamiento filosófico, muchos filósofos han tenido problemas en aceptar las consecuencias lógicas de sus propios compromisos y preconcepciones más fundamentales. Los fundamentos del solipsismo descansan en el quid de la visión de que el individuo obtiene sus propios conceptos sicológicos (el pensamiento, la voluntad, la percepción, y así sucesivamente) de “sus propios casos”; es decir, por abstracción de la “experiencia interior”.
Esta visión, o alguna variante de ella, ha sido sostenida por un gran número, si no la mayoría, de filósofos desde que Descartes realizó la egocéntrica búsqueda de la verdad con el objetivo primario del estudio crítico de la naturaleza y los límites del conocimiento.
En este sentido, el solipsismo está implícito en muchas filosofías del conocimiento y de la mente después de Descartes, y cualquier teoría del conoccimiento que adopte el enfoque egocéntrico cartesiano como su sistema de referencia básico es inherentemente solipsista.
Segundo, el solipsismo merece un examen cuidadoso porque está basado en tres supuestos filosóficos ampliamente considerados [entertained], los cuales son, ellos mismos, de gran y fundamental importancia. Estos son (a) lo que sé de manera más cierta son los contenidos de mi propia mente —mis pensamientos, experiencias, estados afectivos, y así sucesivamente—; (b) no hay ningún vínculo conceptual o lógicamente necesario entre lo mental y lo físico. Por ejemplo, no hay ningún vínculo necesario entre la ocurrencia de ciertas experiencias conscientes o estados mentales y la “posesión” y disposiciones comportamentales de un cuerpo de un tipo particular, y (c) las experiencias de una persona dada son necesariamente privativas a esa persona.
Estos supuestos son de origen inequívocamente cartesiano, y son ampliamente aceptados por filósofos y por no-filósofos también. Al abordar el problema del solipsismo, uno se enfrenta inmediatamente con cuestiones fundamentales en la filosofía de la mente. Sin importar cuán engañoso el problema del solipsismo per se pueda parecerle a uno, estas cuestiones son incontestablemente importantes. De hecho, uno de los méritos de la empresa entera es el grado de conexión directa que revela entre creencias de sentido común aparentemente inobjetables y ampliamente sostenidas, y la aceptación de las conclusiones solipsistas. Si esta conexión existe y queremos evitar estas conclusiones solpsistas, no tendremos opción más que revisar, al menos de manera crítica, las creencias de las cuales obtienen sustento lógico.
2. Orígenes históricos del problema
Al introducir la “duda metódica” en la filosofía, René Descartes creó el ambiente en el que posteriormente se desarrolló el solipsismo, y aquel fue hecho para parecer, si no plausible, al menos irrefutable, pues el ego, que es revelado por el cogito, es una conciencia solitaria, una res cogitans que no es extensa espacialmente, que no está necesariamente localizada en ningún cuerpo, y cuya propia exstencia se puede asegurar, exclusivamente, por ser una mente consciente. (Discourse on Method and the Meditations). Esta visión del yo es intrínsicamente solipsista y Descartes elude las consecuencias solipsistas de su método de duda por el recurso desesperado de apelar a la benevolencia de Dios. Puesto que Dios no es ningún impostor, arguye, y puesto que él ha creado al hombre con una disposición innata a suponer la existencia de un mundo externo, público, correspondiente al mundo privado de las “ideas” (que son los únicos objetos inmediatos de la conciencia) se sigue que tal mundo público existe de verdad. (Sexta Meditación). ¿Es así como Dios tendió un puente entre la conciencia solitaria revelada por la duda metódica y el mundo intersubjetivo de los objetos públicos y los otros seres humanos?
Un filósofo moderno no puede eludir el solipsismo, bajo la imagen cartesiana de la conciencia, sin aceptar la función atribuida a Dios por Descartes (algo que pocos filósofos modernos están dispuestos a hacer). En vista de esto, es apenas sorprendente que encontremos el fantasma del solipsismo, que aparece enorme y amenzante, en los trabajos de los sucesores de Descartes del mundo moderno, particularmente en los de la tradición del empirismo británico.
La explicación de Descartes de la naturaleza de la mente implica que el individuo adquiere, “de sí mismo [from his own case]”, los conceptos sicológicos que posee; es decir, que cada individuo tiene acceso único y privilegiado a su propia mente, el cual es negado a todos los demás. Aunque esta visión utiliza el lenguaje y emplea categorías conceptuales (“el individuo”, “otras mentes”, y así sucesivamente) que están en contra del solipsismo, ayuda, sin embargo, de manera fundamental, e históricamente, al desarrollo de patrones solipsistas del pensamiento. Con esta visión, lo que conozco de manera inmediata y con mayor certeza son los sucesos que ocurren en mi mente —mis pensamientos, mis emociones, mis percepciones, mis deseos, y así sucesivamente— y estos no son conocidos de esta manera por nadie más. De igual modo, se sigue que no conozco las otras mentes en el modo en que conozco la mía; en efecto, si acaso se me dice que conozco otras mentes —que existen y que tienen una naturaleza particular— sólo puede ocurrir con base en inferencias ciertas que he hecho de lo que es directamente accesible para mí, el comportamiento de otros seres humanos.
Los elementos esenciales de la visión cartesiana fueron aceptados por John Locke, el padre del empirismo británico moderno. Rechazando la teoría cartesiana de que la mente posee ideas innatas al nacimiento, Locke arguyó que todas las ideas tienen sus orígenes en la experiencia. La “reflexión” (que es introspección o “experiencia interior”) es la única fuente de los conceptos sicológicos. Sin excepción, tales conceptos tienen su génesis en la experiencia de los procesos mentales correspondientes. (Essay Concerning Human Understanding II:i.4ff). Si adquiero mis conceptos sicológicos por introspección sobre mis propias operaciones mentales, entonces se sigue que lo hago independientemente de mi conocimiento de mis estados corporales. Cualquier correlación que haga entre los dos se llevará a cabo después de mi adquisición de mis conceptos sicológicos. Así, la correlación entre estados corporales y mentales no es lógicamente necesaria. Puedo descrubrir, por ejemplo, que siempre que siento dolor, mi cuerpo está lastimado de alguna manera, pero puedo descubrir esta correlación fáctica sólo después de que haya adquirido el concepto “dolor”. Por lo tanto, no puede ser parte de lo que quiero decir con la palabra “dolor”, que mi cuerpo debiera comportarse de una manera particular.
3. El argumento por analogía
¿Qué se puede decir acerca de mi conocimiento de las mentes de otros? Desde el punto de vista de Locke, sólo puede haber una respuesta: puesto que lo que conozco directamente es la existencia y los contenidos de mi propia mente, se sigue que mi conocimiento de las mentes de los otros, si acaso se me ha de decir que poseo tal conocimiento, tiene que ser indirecto y analógico, una inferencia desde mi propio caso. Este es el así llamado “argumento por analogía” para otras mentes, el cual los filósofos empiristas, en particular aquellos que aceptan la explicación cartesiana de la conciencia, generalmente asumen como mecanismo para evitar el solipsismo. (Compare a J. S. Mill, William James, Bertrand Russell y a A. J. Ayer).
Al observar que los cuerpos de otros seres humanos se comportan como lo hace mi cuerpo en circunstancias similares, puedo inferir que la vida mental y las series de acontecimientos mentales que acompañan mi comportamiento corporal están también presentes en el caso de los otros. Así, por ejemplo, cuando veo un problema que, sin éxito, estoy tratando de resolver, me siento frustado, y observo que actúo de una manera particular. En el caso del otro, sólo observo el primero y el último términos de esta sucesión de tres términos y, sobre esta base, infiero que el término medio “oculto”, el sentimiento de frustación, también ha ocurrido.
Hay, sin embargo, dificultades fundamentales con el argumento por analogía. Primero, si uno acepta la explicación cartesiana de la conciencia, uno debe, de manera consistente [in all consistency], aceptar sus implicaciones. Una de estas implicaciones, como hemos visto anteriormente, es que no hay una conexión lógicamente necesaria entre los conceptos de la “mente” y el “cuerpo”; mi mente puede estar alojada en mi cuerpo ahora, pero esto es cuestión de pura contingencia. La mente no necesita estar situada en el cuerpo. Su naturaleza no sería afectada de ninguna manera por la muerte de este cuerpo, y no hay razón, en principio, de por qué no tendría que haber estado situada en un cuerpo radicalmente diferente del humano. Del mismo modo, cualquier correlación que exista entre comportamiento corporal y estados mentales también debe ser enteramente contingente; no puede haber conexiones conceptuales entre los contenidos de una mente en un tiempo dado y la naturaleza o el comportamiento del cuerpo en que se sitúa en ese momento.
Esto plantea la pregunta en cuanto a cómo mis inferencias analógicas supuestas hacia otras mentes siquiera han de tener lugar. ¿Cómo puedo aplicar conceptos sicológicos a otros, si sólo sé que se aplican a mí? Para tomar un ejemplo concreto otra vez, si aprendo lo que “dolor” significa en referencia a mi propio caso, entonces entenderé que “dolor” significa “mi dolor”, y la suposición de que el dolor se puede adjudicar a cualquier otra cosa que a mí mismo sería ininteligible para mí.
Si la relación entre tener un cuerpo humano y cierto tipo de vida mental es tan contingente como sugiere la explicación cartesiana de la mente, debería de ser igualmente fácil —o igualmente difícil— para mí concebir que una mesa tenga dolor, que concebir que otra persona tenga dolor. El punto, por supuesto, es que este no es el caso. La suposición de que una mesa pudiera experimentar dolor es totalmente carente de sentido, mientras que adjucarle dolor a otros seres humanos y animales que, por sus características físicas o sus aptitudes de comportamiento, se parecen a los seres humanos es algo que hasta para niños muy jóvenes no representa ningún problema. (Ludwig Wittgenstein, Investigaciones Filosóficas, I. sección 284).
¿Cómo se explica esto? No bastará, en este contexto, simplemente responder que una mesa no tiene el mismo conjunto complejo de características físicas que un cuerpo humano o que no es capaz de los mismos patrones de comportamiento que un cuerpo humano; porque la posición cartesiana implica que no hay ninguna conexión lógica entre lo mental y lo físico, entre la posesión de un cuerpo particular y la capacidad de conciencia. La diferenciación física puede y debe de ser reconocida, pero no juega ningún papel en ninguna explicación de lo que ha de tener una vida mental.
Estoy rodeado por otros cuerpos, algunos de los cuales son similares al mío, y algunos de los cuales son diferentes. Con base en los principios cartesianos, tales similitudes y tales diferencias son irrelevantes. La cuestión en cuanto si es legítimo para mí adjudicarle predicados sicológicos a entidades además de mí, cuestión que el argumento por analogía se diseñó para tratar, no puede depender del tipo de cuerpo al que esté enfrentado en un momento dado. (Malcolm, N. (a)).
Al suponer la validez de la posición cartesiana, tenemos que inferir que tiene tanto o poco sentido, con estas premisas, atribuir cualquier predicado sicológico a otro ser humano, como atribuírselo a una mesa o una roca.
Con estas premisas, no tiene sentido en absoluto atribuirle conciencia a otro ser humano. Por lo tanto, en estrictos principios cartesianos, el argumento por analogía no hará el trabajo que se requiere para crear un puente entre mis estados de conciencia y los supuestos estados de conciencia que no son míos. Finalmente, se debe de admitir que, con base en estos principios, sólo conozco mis estados mentales, y la suposición de que hay otros estados mentales además de los míos deja de ser inteligible para mí. Y es así como el solipsismo se muestra inexorable.
Si el argumento anterior es válido, demuestra que aceptar la explicación cartesiana de la conciencia y la visión de que el hecho de que yo entienda los conceptos sicológicos se derive, como los conceptos mismos, de mi propio caso, llevan inexorablemente al solipsismo. Sin embargo, es justo decir que el argumento cumple más que sólo con esto. Puede, y debería de, entenderse como una refutación por reducción al absurdo de estos principios cartesianos. Visto desde esta perspectiva, el argumento se puede parafrasear como sigue:
Si no hay conexión lógica entre lo físico y lo mental, si lo físico no forma parte de los criterios que gobiernan la adjudicación que hago de predicados sicológicos, entonces podría concebir objetos inanimados tales como una mesa teniendo alma y siendo consciente. Sin embargo, no puedo asociar ninguna inteligibilidad a la noción de un objeto inanimado que sea consciente. Se sigue entonces que sí hay una conexión lógica entre lo físico y lo mental: lo físico sí forma parte de los criterios que gobiernan la adjudicación que hago de palabras sicológicas.
¿Cuál es esta conexión lógica entre lo físico y lo mental? Esta pregunta puede contestarse mejor al reflexionar, por ejemplo, sobre cómo un caricaturista podría mostrar que una mesa particular estuviera enojada o con dolor. Como se indicó anteriormente, es imposible asociar significado literal a la afirmación de que un objeto inanimado dado esté enojado o con dolor; sin embargo, claramente, para propósitos específicos, cierta libertad imaginativa se puede permitir, y se podría aceptar la posibilidad de que un caricaturista quiera dibujar, por razones humorísticas, una mesa como si estuviera enojada.
Lo que es significativo en esta conexión, sin embargo, es que para lograr este efecto, el caricaturista tendría que dibujar la mesa con rasgos humanos —la mesa dibujada nos parecería enojada sólo en la medida en que posea la expresión humana natural del enojo—. El concepto de enojo puede hallar firmeza en relación con la mesa sólo si se representa poseyendo algo como una forma humana. Este ejemplo demuestra un punto de importancia bastante fundamental: lejos de ser adquiridos por abstracción a partir de mi propio caso, de mi propia vida mental “interior”, mis conceptos sicológicos son adquiridos en un contexto específicamente lingüístico, social, intersubjetivo, y el significado de dichos conceptos es su aplicación primaria a seres humanos vivos. Puesto en otras palabras ligeramente distintas, una persona es un ser humano vivo y, en este sentido, una persona humana funciona como nuestro paradigma de aquello que tiene una vida mental; es precisamente en relación con su aplicación a personas que aprendemos tales conceptos como “conciencia”, “dolor”, “enojo”, y así sucesivamente. Por lo tanto, una condición necesaria y previa para la adjudicación de predicados sicológicos, tales como los anteriores, hacia un objeto, es que este “posea” un cuerpo de un tipo particular.
Wittgenstein expresó este punto en uno de los principios metodológicos, centralmente importante, de las Investigaciones:
Sólo de un ser humano y de lo que parece un ser humano, se puede decir que tiene sensaciones, ve, es ciego, oye, es sordo, tiene conciencia o no. (I. sección 281).
Por consiguiente, resulta ser fundamentalmente confusa la creencia de que hay algo problemático en la aplicación de palabras sicológicas a otros seres humanos y que tales aplicaciones son necesariamente los productos de inferencias altamente falibles sobre las vidas mentales “interiores” de otros, las cuales requieren de algo así como el argumento por analogía para su justificación. El mundo intersubjetivo que vivimos con otros seres humanos y el sistema-lenguaje público que debemos dominar, si siquiera hemos de pensar, son los datos primarios, los “proto-fenómenos” en la frase de Wittgenstein. (I. sección 654). Tanto nuestros conceptos sicológicos, como los no-sicológicos, se derivan de una única fuente. Es precisamente porque el ser humano vivo funciona como paradigma de aquello que tiene conciencia y vida mental, que nos parece rara y desconcertante la noción solipsista de que otros seres humanos pudieran ser “autómatas”, máquinas desprovistas de algún pensamiento o experiencia conscientes. La idea de que otras personas pudieran realmente ser autómatas no es una que podamos considerar con seriedad.
Ahora estamos en una posición donde podemos ver la redundancia esencial del argumento por analogía. Primero, es un idea equivocada pensar que necesitamos de algún argumento deductivo para asegurarnos de la existencia de otras mentes. Esta certeza parece necesaria sólo en la medida en que suponemos que cada uno de nosotros tiene que trabajar “hacia afuera” desde la interioridad de su propia conciencia, para abstraer a partir de nuestros propios casos el mundo “interno” de los otros. Como se indicó anteriormente, esta suposición está fundamentalmente equivocada —nuestro conocimiento de que otros seres humanos tienen conciencia y nuestro conocimiento de sus estados mentales en un momento dado no es para nada deductivo en la naturaleza, sino que más bien está determinado por los criterios públicos que gobiernan la aplicación de los conceptos sicológicos—. Sé que una persona que se comporta de una manera particular —la cual, por ejemplo, se pone roja de la cara, grita, gesticula, habla vehementemente, y así— está enojada precisamente porque he aprendido el concepto “enojo” por referencia a tales criterios de comportamiento. En este caso no hay ninguna inferencia involucrada. Yo no razono “se comporta de esta manera, por lo tanto está enojado” —más bien “comportarse de esta manera” es parte de lo que es estar enojado, y no se le ocurre a ninguna persona en su sano juicio preguntarse si el individuo que actúa de esta manera tiene conciencia o vida mental—. (Investigaciones, I. sección 303; II. iv., p. 178).
Segundo, como el argumento por analogía trata como problemática la existencia de las vidas mentales de otros seres humanos vivos, busca establecer que es legítimo inferir que otros seres humanos tengan, en efecto, vidas mentales, que se puede decir que cada uno de nosotros está jusficado en su confianza de que uno está rodeado de otras personas en lugar de “autómatas”. La dificultad en este caso, sin embargo, es que el argumento presupone que puedo sacar una analogía entre dos cosas, yo mismo como una persona y otros seres humanos vivos, que somos suficientemente similares para permitir la comparación análoga y suficientemente diferentes para requerirla. La pregunta que tiene que enfrentarse es ¿cómo o en qué sentido soy diferente de o similar a otros seres humanos? La respuesta es que no soy ninguna de las dos cosas. Soy un ser humano vivo de la misma manera que estos otros. Veo alrededor mío seres humanos vivos y se supone que el argumento por analogía me permite inferir que estos son personas como yo. Sin embargo, la verdad es que no tengo ningún criterio para distinguir seres humanos de personas, por la simple razón de que las personas son seres humanos vivos —no hay ninguna diferencia conceptual entre los dos—. Puesto que el argumento reconoce que conozco directamente a los seres humanos, de ese modo reconoce implícitamente que conozco directamente a otras personas, así que se vuelve a sí mismo funcionalmente redundante. (Malcolm, N. op. cit.).
Una objeción final, que uno puede encontrar frencuentemente, al argumento por analogía se deriva del trabajo de Strawson y Malcolm: el argumento intenta moverse de manera inferencial a partir de mi supuesto conocimiento directo de mi propia vida mental y estados “interiores” hacia mi conocimiento indirecto de los estados mentales de los otros. Presupone así que sé qué significa asignarme estados mentales a mí mismo sin necesidad de conocer lo que significa adjudicarlos a otros. Esto no tiene sentido. Hablar de ciertos estados mentales como míos en primer lugar es distinguirlos de los estados mentales que no son míos, y estos, por definición, son los estados mentales de los otros. Se sigue, por lo tanto, que, en un sentido fundamental, el argumento por analogía no puede despegar del suelo: uno no puede saber cómo adjudicarse estados mentales a sí mismo a menos que uno sepa lo que significa adjudicarle estados mentales a los otros.
Plausible como esta objeción parece a primera vista, es (irónicamente, según los criterios de Wittgenstein) bastante errada. Pues no es el caso que cuando tengo dolor, primero identifico el dolor y luego llego a reconocer que es uno que tengo yo, como distinto de alguien más. El pronombre personal “yo” en la locución “yo tengo dolor” no es el “yo” de la individuación personal —no se refiere a mí o me distingue como persona situada públicamente como distinta de otras—. (El Libro Azul y los Libros Cafés, pp. 67-69; también Investigaciones, I. sección 406). El exponente del argumento por analogía no es culpable del cargo de presuponer aquello mismo que se esfuerza en demostrar, como sugieren Strawson y Malcolm. Wittgenstein, de hecho, consideró que sí hay una asimetría genuina en este caso, en relación con la adjudicación de predicados sicológicos a uno mismo y a otros, la cual es débilmente percibida pero mal representada por aquellos que sienten la necesidad del argumento por analogía. Mientras que uno adjudica estados sicológicos a otros por referencia a criterios corporales y de comportamiento, uno no tiene ni requiere criterios en absoluto para autoadjudicárselos o autorreconocérselos. (Investigaciones, I. sección 289-290).
Así, el exponente del argumento por analogía ve, con razón, que las aseveraciones sicológicas en primera persona en tiempo presente tales como “yo tengo dolor”, difieren radicalmente de las adjudicaciones de predicados sicológicos en tercera persona; sin embargo, piensa a las primeras como descripciones de estados mentales “internos” a lo que sólo él tiene acceso. Esto es definitivamente equivocado. Tales usos de la palabra “yo”, como aparecen en afirmaciones sicológicas en primera persona en tiempo presente, no identifican un posesor; no distinguen una persona de entre un grupo. Como dice Wittgenstein:
Decir “yo tengo dolor” no es más una afirmación acerca de una persona particular de lo que es un quejido. (El Libro Azul y los Libros Cafés, p. 67; también Investigaciones, I. sección 404).
Adjudicarle dolor a una tercera parte, por otro lado, es identificar un individuo concreto como el poseedor del dolor. Sólo sobre este punto coincide Wittgenstein con el exponente del argumento por analogía. Sin embargo, Wittgenstein aquí llama la atención en el hecho de que la asimetría no es una que exista entre el conocimiento supuestamente directo y cierto que tengo de mis propios estados mentales y el, distinto, conocimiento completamente deductivo que, supuestamente, tengo de los estados mentales de otros. Más bien, la asimetría consiste en que las adjudicaciones de los predicados sicológicos hacia otros requiere de bases justificantes con criterios, mientras que los autorreconocimientos o autoadjudicaciones de tales predicados no tienen criterios. Resulta así que el argumento por analogía parece posible y necesario sólo para los que malentienden la asimetría entre las bases con criterios para la adjudicación de predicados sicológicos en tercera persona y el derecho a no criterios para la autoadjudicación o el autorreconocimiento con una asimetría cognitiva entre conocimiento directo e indirecto de los estados mentales. La visión egocéntrica cartesiana de la mente y de los acontecimientos mentales, la cual genera el fantasma del solipsismo y los intentos de evadirlo por medio del argumento por analogía, tiene sus orígenes en este mismo malentendido.
6. La privatividad de la experiencia
¿Qué se puede decir del solipsismo? ¿En qué medida lo anterior lo socava como hipótesis filosófica con sentido, aunque una en la que nadie realmente cree? El solipsismo descansa sobre ciertos supuestos acerca de la mente y nuestro conocimiento de los acontecimientos y procesos mentales. Anterioremente han sido tratados dos de estos, la tesis de que tengo una forma privilegiada de acceso a y conocimiento de mi propia mente y la tesis de que no hay ningún vínculo conceptual y lógicamente necesario entre lo mental y lo físico. Si lo anterior es correcto, ambas tesis son falsas. Nos queda el supuesto final que subyace al solipsismo, que todas las experiencias son necesariamente (es decir, lógicamente) privativas
[private] al individuo al cual pertenecen. Esta tesis —la cual, es justo decirlo, es muy ampliamente aceptada— también se deriva de la explicación cartesiana de la mente y genera conclusiones solipsistas al sugerir que la experiencia es algo que, por su naturaleza “oculta” o efímera, nunca puede, literalemente, compartirse. Dadas dos personas, de ninguna se puede decir que tengan la misma experiencia. Esto, otra vez, introduce el problema de cómo una persona puede conocer las experiencias de otra, o más radicalmente, cómo uno puede saber si otra persona tiene siquiera experiencias.
Wittgenstein ofrece una crítica exhaustiva de esta visión. Ataca la noción de que la experiencia es necesariamente privativa [private]. Sus argumentos contra esta son complejos, si no muy condensados e incluso oraculares. (Para explicaciones más detalladas, vea Kenny, A., Malcolm, N. (b), Vohra, A.).
Wittgenstein distingue dos sentidos de la palabra “privativo” en su uso normal: privatividad del conocimiento y privatividad de la posesión. Algo es privativo a mí en el primer sentido si sólo yo puedo saberlo; es privativo a mí en el segundo sentido si sólo yo puedo tenerlo. Así, la tesis de que la experiencia es necesariamente privativa puede significar una de dos cosas, las cuales no siempre se distinguen entre sí con suficiente cuidado: (a) sólo yo puedo conocer mis experiencias o (b) sólo yo puedo tener mis experiencias. Wittgenstein arguye, como sigue, que la primera de estas es falsa y la segunda es cierta en un sentido que no hace a la experiencia necesariamente privativa:
Bajo (a), si consideramos el dolor como modelo experiencial, encontramos que la afirmación “sólo yo puedo saber mis dolores” es una conjunción de dos tesis separadas: (i) Yo (puedo saber) sé que tengo dolor cuando tengo dolor y (ii) otras personas no pueden saber que tengo dolor cuando tengo dolor. La tesis (i) es, literalmente, un absurdo: no se puede aseverar de manera significativa acerca de mí que sé que tengo dolor. El punto de Wittgenstein en este caso no es que no sepa que tengo dolor cuando tengo dolor, sino que la palabra “saber” no puede emplearse significativamente de esta manera. (Investigaciones, I. sección 246; II. xi. p. 222). Esto es porque la locución verbal “tengo dolor” es usualmente (aunque no invariablemente) una expresión de dolor —como parte del comportamiento adquirido para el dolor, es un sustituto lingüístico para expresiones naturales de dolor como los quejidos—. (I. sección 244). Por esta razón, no puede ser regido por un operador epistémico. La función preposicional “sé que x” no produce una proposición significativa si la variable es reemplazada por una expresión de dolor, lingüística o no. Así que decir que los otros se enteran de mis dolores sólo por mi comportamiento es engañoso, ya que sugiere que me entero de mis dolores de otra manera, mientras que no me entero de ellos de ninguna manera —los tengo—. (I. sección 246).
La tesis (ii) —otras personas no pueden saber que tengo dolor cuando tengo dolor— es falsa. Si consideramos la palabra “saber” como normalmente se usa, entonces es cierto decir que otras personas pueden saber, y muy frecuente saben, cuándo tengo dolor. De hecho, en casos en que el dolor es extremo, a menudo es imposible impedir que otros lo sepan incluso cuando uno quiere que sea así. Así que, en ciertas circunstancias, no es inusual escuchar decir de alguien, por ejemplo, que “se le escapó un quejido de dolor” —indicando que, a pesar de sus esfuerzos, no pudo sino manifestarle a otros su dolor—. Resulta así que ni la tesis (i) ni la (ii) son ciertas.
Si volvemos a (b), encontramos que “sólo yo puedo tener mis dolores” expresa una verdad, pero una verdad que es gramatical, más que ontológica. Dirige nuestra atención hacia la conexión gramatical entre el pronombre personal “yo” y el posesivo “mis”. Sin embargo, no nos dice nada específicamente acerca de los dolores u otras experiencias, pues sigue siendo cierta si reemplazamos la palabra “dolores” por muchos otros sustantivos plurales (v.g. “sólo yo tengo mis sonrojos”). Otra persona puede tener el mismo dolor que yo. Si nuestros dolores tienen las mismas características fenomenológicas y localizaciones correspondientes, se dirá correctamente que tenemos “el mismo dolor”. Esto es lo que significa la expresión “el mismo dolor”. Sin embargo, otra persona no puede tener mis dolores. Mis dolores son los que, si acaso son expresados, son expresados por mí. Pero, de igual modo (gramaticalmente), otra persona no puede tener mis sonrojos, estornudos, mis fruncimientos de ceño, mis miedos, y así sucesivamente, y nada de esto se puede considerar que añada algo a nuestra reserva de verdades metafísicas. Es verdad que puedo, deliberada y exitosamente, guardar una experiencia para mí, en cuyo caso, se podría decir que esa experiencia particular es privativa a mí. Pero podría hacer esto, articulándolo en un lenguaje que no entiendan aquellos con los que estuviera conversando. Claramente, no hay nada oculto o misterioso acerca de este tipo de privatividad. (Investigaciones, II. xi. p. 222). Similarmente, la experiencia que no guardo o no puedo guardar para mí no es privativa. En resumen, algunas experiencias son privativas y otras no. Aunque en este sentido algunas experiencias son privativas, no se sigue que todas las experiencias pudieran ser privativas. Como Wittgenstein señala, “lo que a veces sucede podría pasar siempre” es una falacia. No se sigue del hecho de que algunas órdenes no se obedezcan, que todas las órdenes podrían nunca obedecerse. Pues en ese caso, el concepto “orden” no podría ejemplificarse, y perdería su significación. (I. sección 345).
7. La incoherencia del solipsismo
Con la creencia en la privatividad esencial de la experiencia descartada como falsa, el último supuesto subyacente del solipsismo ha quedado eliminado, y el solpsismo se muestra como sin fundamento, en teoría y de hecho. Uno podría incluso decir que el solipsismo necesariamente no tiene fundamento, pues para apelar a las reglas de la lógica o a la evidencia empírica, el solipsista implícitamente tendría que afirmar aquello mismo que supuestamente se niega a creer: la realidad de los criterios intersubjetivamente válidos y un mundo extra-mental y público. Existe la tentación de decir que el solipsismo es una teoría filosófica falsa, pero esto no es lo bastante contundente o preciso. Como teoría, es incoherente, carente de sentido. Lo que la hace carente de sentido, además de todo lo anterior, es que el solipsista requiere de un lenguaje (es decir, de un sistema de signos) para siquiera pensar o afirmar sus pensamientos solipsistas. Dado esto, es apenas sorprendente que aquellos filósofos que aceptan las premisas cartesianas, las cuales hacen al solipsismo aparentemente plausible, si no inexorable, también han supuesto invariablemente que el uso-lenguaje sea, él mismo, esencialmente privativo. El cúmulo de argumentos —generalmente referidos como “el agumento del lenguaje privativo”— que encontramos en las Investigaciones, contra este supuesto, asesta, de manera efectiva, el golpe de gracia tanto al dualismo cartesiano como al solipsismo. (I. sección 202; 242-315). El lenguaje es una forma de vida irreduciblemente pública que se encuentra en contextos específicamente sociales. Cada sistema-lenguaje natural contiene un número indefinidamente grande de “juegos-lenguaje”, regidos por reglas que, aunque convencionales, no son decretos personales arbitrarios. El significado de una palabra es su uso (públicamente accesible) en un lenguaje. Cuestionar, argüir, o dudar es utilizar el lenguaje de una manera particular. Es jugar un tipo particular de juego-lenguaje público. La proposición “soy la única mente que existe” sólo tiene sentido en la medida en que es expresada en un lenguaje público, y la existencia misma de tal lenguaje implica la existencia de un contexto social. Tal contexto existe para el último sobreviviente hipotético de un holocausto nuclear, pero no para el solipsista. Un solipsismo no-lingüístico es impensable y un solipsismo pensable necesariamente es lingüístico. El solipsismo supone, por lo tanto, aquello mismo que busca negar. Que los pensamientos solipsistas sean pensables en primer lugar implica la existencia del mundo intersubjetivo, compartido y público, el cual pretenden poner en entre dicho.
Referencias y lecturas adicionales
- Ayer, A. J. The Problem of Knowledge. Penguin, 1956.
- Beck, K. “De re Belief and Methodological Solipsism”, in Thought and Object – Essays in Intentionality (ed. A. Woodfield). Clarendon Press, 1982.
- Dancy, J. Introduction to Contemporary Epistemology. Blackwell, 1985.
- Descartes, R. Discourse on Method and the Meditations (trans. F. E. Sutcliffe). Penguin, 1968.
- Devitt, M. Realism and Truth. Blackwell, 1984.
- Hacker, P.M.S. Insight and Illusion. O.U.P., 1972.
- James, W. Radical Empiricism and a Pluralistic Universe. E.P. Dutton, 1971.
- Kenny, A. Wittgenstein. Penguin, 1973.
- Locke, J. Essay Concerning Human Understanding (ed. A.C. Fraser), Dover, 1959.
- Malcolm, N. (a) Problems of Mind: Descartes to Wittgenstein, Allen & Unwin, 1971.
- Malcolm, N. (b) Thought and Knowledge. Cornell University Press, 1977.
- Mill, J.S. An Examination of Sir William Hamilton’s Philosophy. Longmans Green (6th ed.), 1889.
- Oliver, W.D. “A Sober Look at Solipsism”, Studies in the Theory of Knowledge (ed. N. Rescher). Blackwell, 1970.
- Pinchin, C. Issues in Philosophy. Macmillan, 1990.
- Quine, W.V. (a) “The Scope of Language in Science”, The Ways of Paradox and Other Essays. Random House, 1966.
- Quine, W.V. (b) “Epistemology Naturalized”, Ontological Relativity and Other Essays. Columbia University Press, 1969.
- Russell, B. Human Knowledge: Its Scope and Limits. Allen & Unwin, 1948.
- Strawson, P.F. Individuals, an Essay in Descriptive Metaphysics. Methuen, 1959.
- Vohra, A. Wittgenstein’s Philosophy of Mind. Croom Helm, 1986.
- Wittgenstein, L. (a) The Blue Book and Brown Books. Blackwell, 1972.
- Wittgenstein, L. (b) Philosophical Investigations. Blackwell, 1974.
Información del autor
Stephen P. Thornton
Email: stephen.thornton@mic.ul.ie
University of Limerick, Ireland
1Estoy usando ‘privativo’ en el sentido de ‘propio y peculiar singularmente de alguien o algo, y no de otros’. Dicha acepción aparece en el DRAE.↩