La tomé y me hizo seguirlo hasta esa calle de allá, hasta donde había un bote. En él había un mapa. Al principio pensé que se trataba de un mapa de la ciudad, pero era de otro lugar... El perro se subió: parecía que me invitaba, así que me subí también, y me quedé mirando el mapa; lo estudiaba. Había un río que se llamaba San Lorenzo. Tenía una zona donde su estrechamiento se hacía muy notorio. Tuve ganas de ir ahí, donde el río se estrechaba. Entonces el perro ladró y el bote comenzó a moverse sobre el asfalto, que se había convertido en una corriente negra que ondulaba como papel. Me gustaba cómo el viento me soplaba en el rostro; me gustaba su olor. Los autos se volvieron submarinitos que se veían como dibujados por un niño. Era muy chistoso verlo. A un conductor lo saludé agitando la mano, pero me lanzó una mirada de extrañado. Yo creí que, al estar en submarinos chistosos, tendrían mejor sentido del humor... Pronto llegamos al mar, ahí el viento se hizo más fuerte... El mar era unas láminas transparentes de plástico azul que, tras el bote, se arrugaban poniéndose de un color blanco. Me gustaba asomarme al agua, mirar a través. Aparecieron delfines, rayas y langostas bajo el agua. El sol brillaba fuerte. íbamos hacia él, y eso me dio la sensación de ir realmente lejos. Sentía algo de temor porque no sabía lo que encontraría en el sitio adonde íbamos. De repente, un delfín saltó delante del bote. Sólo vimos una bonita silueta negra delfinesca que se suspendía en el aire; todo se detuvo, hasta el viento: era una mano en mi cara. El pastor ladró y la sombra cayó haciendo un chirrido: intercambiaron pensamientos. Luego de quizá media hora, el horizonte empezó a tornarse naranja hasta que se oscureció. Sólo quedaron las estrellas, el viento y los chasquidos repentinos del agua contra el bote. Me quedé dormido. Cuando desperté, el pastor me miraba, con la cara cabeza abajo, con curiosidad infantil, como si nunca hubiera visto a un hombre dormir, ni despertar. Me levanté y una gaviota se posó en el borde de la proa, y dijo: El río San Lorenzo ya está cerca. Yo les indicaré el camino. El pastor le contestó: Gracias. Yo lo secundé, extendiendo el brazo, levantando una ceja, bajando un poco la cabeza y haciendo una pausa, para que el pájaro me dijera su nombre: Gracias... Océano, me llamo Océano, completó mi frase, el pájaro. Entonces pensé que me gustaría llamarme así: siempre he querido que la gente se sienta libre cuando está conmigo... Océano se elevó por encima de nosotros y nuestro bote lo siguió, desde el agua. En poco tiempo divisamos tierra. Justo cuando entramos a la desembocadura del San Lorenzo, un dolor en el vientre me aturdió, me alejó de Océano y del pastor; casi no podía concentrarme, porque quise escucharlos: hablaban de la gente que habitaba donde el río se estrechaba, de cómo hablaban con la nariz, de cómo en ocasiones ese país se cubría de papel, de cómo en ocasiones se cubría de un fuego hermoso que flotaba y que caía como hojas. Sus bocas dejaron de emitir sonido; yo me doblaba de dolor, y me desmayé. Cuando volví en mí, el perro estaba a mi lado, sentado; miraba la calle, a lo mejor los submarinitos, que se convertían en autos de vuelta. El dolor persistía, aunque más leve, más soportable; así que me levanté, buscando el bote, pero no lo encontré. Pensé en preguntarle al pastor sobre el bote; sin embargo, no creí que me fuera a responder: se veía tan absorto mirando la calle...
1Sin rumbo (fragmento i) y Sin rumbo (fragmento iii)
© Enrique Ruiz Hernández
1Sin rumbo (fragmento i) y Sin rumbo (fragmento iii)
© Enrique Ruiz Hernández
3 comentarios:
y luego?
y luego?
Ya voy. No está terminado.
Publicar un comentario