He aquí lo que me ha enseñado mi padre, lo cual recibió de su padre, y así desde hace mucho, mucho tiempo, ¡desde el comienzo!
En el origen de las cosas, bien en el origen, cuando no existían ni hombre ni animales ni plantas ni cielo ni tierra, nada, nada, nada, Dios ahí estaba y se llamaba Nzamé. Y a los tres que son Nzamé nosotros los llamamos Nzamé, Meber y Nkwa. Y al principio Nzamé hizo el cielo y la tierra y se reservó el cielo para sí. Sopló sobre la tierra, y bajo la acción de su soplo nacieron la tierra y el agua, cada una por su lado.
Nzamé ha hecho todas las cosas: el cielo, el sol, la luna, las estrellas, los animales, las plantas, todo. Y cuando hubo terminado todo lo que ahora vemos, llamó a Meber y Nkwa y les mostró su obra: "¿Lo que he hecho está bien hecho?", les preguntó.
— Sí, has hecho bien —tal fue su respuesta.
— ¿Hay alguna otra cosa por hacer?
Y Meber y Nkwa le respondieron: "Vemos muchos animales, pero no vemos a su amo; vemos muchas plantas, pero no vemos a su dueño".
Y para dar un amo a todas esas cosas, entre todas las creaturas, designaron al elefante, pues tenía la sabiduría; al leopardo, pues tenía la fuerza y la astucia; al mono, pues tenía la picardía y la agilidad.
Pero Nzamé quiso hacerlo mejor todavía, y entre los tres, hicieron una creatura casi semejante a ellos: uno le dio la fuerza, otro el poder, el tercero la belleza. Entonces, los tres dijeron: "Toma la tierra, eres, desde ahora, el amo de todo lo que existe. Como nosotros, tienes la vida, todas las cosas se someten a ti, eres el amo".
Nzamé, Meber y Nkwa volvieron a su morada en las alturas, la nueva creatura se quedó sola aquí abajo y todo le obedeció.
Pero entre todos los animales, el elefante permaneció el primero, el leopardo tuvo el segundo puesto y el mono el tercero, pues eran ellos a quienes Meber y Nkwa habían escogido primero.
Nzamé, Meber y Nkwa habían nombrado al primer hombre Fam, lo que quiere decir la fuerza.
Orgullosa de su poder, de su fuerza y su belleza, pues rebasaba en esas tres cualidades al elefante, al leopardo y al mono, orgullosa de vencer a todos los animales, esta primera creatura se fue por mal camino; se volvió orgullo, ya no quiso adorar a Nzamé y lo despreciaba:
Yeyé, ¡oh! la, yeyé.
¡Dios arriba, el hombre en tierra!
Yeyé, ¡oh! la, yeyé.
Dios es Dios,
El hombre es el hombre,
¡Cada uno en casa, cada uno en su casa!
Dios había eschuchado este canto. Escuchó con cuidado: "¿Quién canta?". "Busca, busca", responde Fam. "¿Quién canta?". "Yeyé, ¡oh! la, yeyé". "¿Pero quién canta?". "¡Ey!, soy yo", vocifera Fam.
Dios, completamente encolerizado, llama a Nzalân, el trueno: "¡Nzalân, ven!".
Y Nzalân vino a toda prisa con gran estruendo: ¡Boú, boú, boú! Y el fuego del cielo incendió el bosque. Las plantaciones que se queman, ante este fuego, son una antorcha de amón. Fuí, fuí, fuí, todo ardía. La tierra estaba, como hoy, cubierta de bosques: los árboles se quemaban, las plantas, los bananos, la mandioca, incluso los cacahuates, todo se secaba: bestias, aves, peces, todo se destruyó, todo había muerto; pero, por desgracia, al crear el primer hombre, Dios le dijo: " Tú no morirás". Lo que Dios da, no lo quita. El primer hombre se quemó; ¿lo que haya sido de él?, de eso no sé nada; está vivo, ¿pero dónde?, mis ancestros no me lo han dicho; ¿lo que haya sido de él?, yo no sé nada, esperen un poco.
Pero Dios miró la tierra, toda negra, sin nada completamente, inactiva, tuvo vergüenza y quiso hacerlo mejor. Nzamé, Meber y Nkwa se reunieron a deliberar en su abeñ, e hicieron lo siguiente: sobre la tierra negra y cubierta de carbón, pusieron una nueva capa de tierra; un árbol creció, crece, crece todavía, y cuando una de sus semillas caía al suelo, un nuevo árbol nacía, cuando una hoja se desprendía, crecía, crecía, comenzaba a caminar, y era un animal, un elefante, un leoparado, un antílope, una tortuga, todos, todos. Cuando una hoja caía en el agua, nadaba, y era un pez, una sardina, un mapiro, un cangrejo, una ostra, un molusco, todos, todos. La tierra volvió a ser lo que había sido, lo que es hoy todavía. Y la prueba, hijos míos, de que mi palabra es la verdad, es que si, en ciertos lugares, cavan la tierra, incluso a veces en la superficie, encontrarán una piedra dura, negra, pero que se quiebra; arrójenla al fuego, se quemará. Esto ustedes lo saben perfectamente:
El silbato resuena,
El elefante viene.
Al elefante, gracias.
Esas piedras son los restos de los bosques anteriores, de los bosques quemados.
Sin embargo, Nzamé, Meber y Nkwa se reunían para deliberar: Se necesita que un jefe dirija a los animales", dijo Meber. "Por supuesto, hace falta uno", dijo Nkwa. Prosiguió Nzamé: "En verdad, haremos otra vez un hombre, un hombre como Fam, mismas piernas, mismos brazos, pero le volveremos la cabeza y verá la muerte". Y así se hizo. Ese hombre, amigos míos, es como ustedes, es como yo.
Ese hombre que fue, aquí abajo, el primero de los hombres, el padre de todos nosotros, Nzamé lo nombró Sekumé, pero Dios no quiso dejarlo solo. Le dijo: "Hazte una mujer con un árbol". Sekumé se hizo una mujer, y ella caminó y él la llamó Mbongwé.
Mientras Nzamé hacía a Sekumé y a Mbongwé, los formó con dos partes: una externa, la cual ustedes llaman Ñul, cuerpo, y la otra que vive en el Ñul y que todos llamamos Nsissim.
Nsissim es lo que produce la sombra, la sombra y Nsissim es la misma cosa, Nsissim es lo que hace vivir a Ñul, Nsissim es lo que se va cuando el hombre ha muerto, pero Nsissim no muere. Mientras está en su Ñul, ¿saben dónde mora? En el ojo. Sí, mora en el ojo, y aquel puntito brillante que ven en el medio es Nsissim.
La estrella arriba,
El fuego abajo,
El carbón en el hogar,
El alma en el ojo.
Nube, humo y muerte.
Sekumé y Mbongwé vivían felices aquí abajo, y tuvieron tres hijos, que nombraron, al primero, Nikur (el tonto, el malo), Bekalé, al segundo (el que no piensa en nada), y éste llevó a cuestas a Mefer, al tercero (el que es bueno y hábil). También tuvieron hijas, ¿cuántas?, no lo sé, y estas tres también tuvieron hijos, y aquellos también. Mefer es el padre de nuestra tribu, los otros los padres de las otras tribus.
Sin embargo, Fam, el primer hombre, Dios lo encerró bajo tierra, y con una roca enorme tapó el agujero. ¡Ah!, el taimado Fam, durante mucho, mucho tiempo excavó: un buen día, él estaba afuera. ¿Quién había tomado su lugar? Los otros hombres. ¿Quién se encolerizó contra ellos? Fam. ¿Quién siempre procura hacerles daño? Fam. ¿Quién se esconde en el bosque para matarlos, bajo el agua, para volcar su piragua? Fam, el mentado Fam. ¡Silencio! No hablemos tan alto, quizá está por ahí escuchándonos:
Permanezcan en silencio
Fam están escuchando,
Para provocar penas a los hombres;
Permanezcan silenciosos.
Y a los hombres que había creado, Dios les dio una ley. Llamando a Sekumé, Mbongwé y sus hijos, llámandolos a todos, a pequeños y grandes, a grandes y pequeños: "Para el futuro", les dijo, "he aquí las leyes que les doy, y que obedecerán:
No robarán en su propia tribu.
No matarán a aquellos que no les hagan daño.
No irán a comer a los otros en la noche.
"Es todo lo que les pido; vivan en paz en sus aldeas. Aquellos que hayan escuchado mis mandatos, serán recompensados, les daré su salario, a los otros los castigaré. Así será".
Cómo castiga Dios a los que no lo escuchan, helo aquí. Después de su muerte, deambularán en la noche, sufriendo y dando alaridos, y mientras las tinieblas cubren la tierra, cuando uno tiene miedo, entran a las aldeas, matando e hiriendo a aquellos con los que se topan, haciéndoles todo el daño que pueden.
Se hace en su honor la danza fúnebre kedzam kedzam, eso no sirve para nada. En la era, frente a la choza, les llevamos los mejores platillos; comen y ríen, eso no sirve para nada. Y cuando todos los que han conocido han muerto, sólo entonces oyen a Ngofió, Ngofió, el ave de la muerte. Inmediatemente se ponen todos flacos, todos flacos, y ¡helos ahí muertos! ¿Adónde van, hijos míos? Ustedes saben como yo, antes de pasar el gran río, se quedan, por mucho, mucho tiempo, sobre una gran roca plana: tienen frío, mucho frío, brrr...
El frío y la muerte, la muerte y el frío,
No quiero escuchar.
El frío y la muerte, la muerte y el frío,
Penas, oh madre mía.
Y cuando todos los condenados han pasado, Nzamé los encierra, por mucho, mucho tiempo, en el Ototolán, el lugar de mala estancia donde se ven penas, penas.
En cuanto a los buenos, se sabe que después de su muerte vuelven a las aldeas; pero están contentos por los hombres, la fiesta de los funerales, la danza del duelo regocija su corazón. Durante la noche, vuelven cerca de los que han conocido y amado, les ponen ante sus ojos sueños agradables, les dicen cómo hay que hacer para vivir largo tiempo, adquirir grandes riquezas, tener mujeres fieles (¡escuchan bien, ustedes, allá, cerca de la puerta!), tener mujeres fieles, tener muchos hijos y matar muchos animales en la caza. Fue así, amigos míos, como me enteré de la llegada del último elefante que maté.
Y cuando todos los que han conocido han muerto, sólo entonces oyen a Ngofió, Ngofió, el ave de la muerte; inmediatamente se ponen todos gordos, todos gordos, incluso demasiado, y ¡helos ahí muertos! ¿Adónde van, hijos míos? Bien lo saben como yo. Dios los hace subir, y los coloca junto a él en la estrella de la noche. Desde ahí, nos observan, nos ven, están contentos cuando festejamos su memoria, y lo que hace a la estrella tan brillante son los ojos de todos los que han muerto.
Lo que los ancestros me han enseñado helo aquí: y a mí, Ndumembá, es mi padre quien me lo ha enseñado, lo cual recibía de su padre, y el primero de nuestros ancestros de dónde lo recibía, de eso yo no sé nada, yo no estaba ahí. He dicho.
1Esta leyenda se encuentra en una antología de Blaise Cendrars, Antologie nègre. Dicha leyenda es de origen fang (que es como ahora se suele escribir; la grafía anterior era fân). Los Fang son una etnia de África central, más precismante de Gabón, Camerún y Guinea Ecuatorial.
Me permití hacer una traducción libre para compartir el texto, el cual encontré muy interesante, por sus aparentes palalelismos con el cristianismo.
Posteriormente añadiré algunas notas sobre algunas palabras, como abeñ, por ejemplo.
©
Enrique Ruiz Hernández