Amanece en Boron, California. Los rayos del sol iluminan los enormes depósitos de bórax, sal antifórmica, y aquéllos, anaranjados, atraviesan las ventanas y calientan sus cuerpos. Ella despierta.
Se levanta, desnuda, y se dirige al patio central de la casa. Se sienta lentamente sobre una pequeña montaña de azúcar. Los granos se pegan suavemente a sus nalgas, a sus muslos, sus pantorrillas. Se da vuelta lentamente, permitiendo que algunos granos permanezcan pegados, que otros caigan dejando unas pequeñas marcas rojas en su piel. Queda de lado. Mete una mano en la entrepierna hasta que sólo la punta de su dedo medio apenas toca algunos granos. Saca su mano y remoja en su lengua, levemente, sus tres dedos más largos. Otra vez, la mano en la entrepierna; sus dedos tocan el azúcar y luego sus labios vulvares, húmedos, cafés y rosas: un molusco carnoso y hambriento. Pedalea los dedos, dejando caer, mínimamente, algunos granos de azúcar: apenas los siente, su respiración se hace profunda y su espalda se arquea, como la de una tetanizada. Levanta su mano y tira plácidamente de una palanca: una suave y pequeña lluvia de azúcar cae sobre su vientre, lo acaricia y la sobrecoge, y una sola lágrima de gozo y exaltación se forma en el rabo de su ojo izquierdo. Una sonrisa. Los granos rebotan y se enredan, como arena del mar, en su vello púbico rizado e hirsuto. Su espalda se arquea hacia arriba y hacia abajo.
Él se levanta, desnudo, y va donde ella. La mira extasiado. Sus puños se cierran y aprietan. Sus dedos de los pies se contraen, se aferran al azúcar bajo ellos. Sangre caudalosa comienza la erección del priapo. Como un rey que busca a la reina del mar, a la ostra olimpia, a la divina coquina, el glande ensanchado, rojo y brillante, con el borde rosado, como una corona, contempla pasmado, duro, la lluvia y a ella. Uno, dos, tres granos caen ligeramente en el glande; éste sufre un espasmo, endureciéndose más. Ella siente que la miran él y el priapo; entonces aprieta a éste y lo tironea un poco con la otra mano, lo jala hacia ella, a la lluvia de azúcar. El caudal granuloso acaricia dulcemente la punta, que apunta y mira hacia ella, con deseo de tocarla.
Se miran extasiados, con la mirada perdida el uno en el otro, con la boca entreabierta, los labios húmedos y enrojecidos. Una sonrisa. "Qué dulce eres, mi amor".
© Enrique Ruiz Hernández
Se levanta, desnuda, y se dirige al patio central de la casa. Se sienta lentamente sobre una pequeña montaña de azúcar. Los granos se pegan suavemente a sus nalgas, a sus muslos, sus pantorrillas. Se da vuelta lentamente, permitiendo que algunos granos permanezcan pegados, que otros caigan dejando unas pequeñas marcas rojas en su piel. Queda de lado. Mete una mano en la entrepierna hasta que sólo la punta de su dedo medio apenas toca algunos granos. Saca su mano y remoja en su lengua, levemente, sus tres dedos más largos. Otra vez, la mano en la entrepierna; sus dedos tocan el azúcar y luego sus labios vulvares, húmedos, cafés y rosas: un molusco carnoso y hambriento. Pedalea los dedos, dejando caer, mínimamente, algunos granos de azúcar: apenas los siente, su respiración se hace profunda y su espalda se arquea, como la de una tetanizada. Levanta su mano y tira plácidamente de una palanca: una suave y pequeña lluvia de azúcar cae sobre su vientre, lo acaricia y la sobrecoge, y una sola lágrima de gozo y exaltación se forma en el rabo de su ojo izquierdo. Una sonrisa. Los granos rebotan y se enredan, como arena del mar, en su vello púbico rizado e hirsuto. Su espalda se arquea hacia arriba y hacia abajo.
Él se levanta, desnudo, y va donde ella. La mira extasiado. Sus puños se cierran y aprietan. Sus dedos de los pies se contraen, se aferran al azúcar bajo ellos. Sangre caudalosa comienza la erección del priapo. Como un rey que busca a la reina del mar, a la ostra olimpia, a la divina coquina, el glande ensanchado, rojo y brillante, con el borde rosado, como una corona, contempla pasmado, duro, la lluvia y a ella. Uno, dos, tres granos caen ligeramente en el glande; éste sufre un espasmo, endureciéndose más. Ella siente que la miran él y el priapo; entonces aprieta a éste y lo tironea un poco con la otra mano, lo jala hacia ella, a la lluvia de azúcar. El caudal granuloso acaricia dulcemente la punta, que apunta y mira hacia ella, con deseo de tocarla.
Se miran extasiados, con la mirada perdida el uno en el otro, con la boca entreabierta, los labios húmedos y enrojecidos. Una sonrisa. "Qué dulce eres, mi amor".
© Enrique Ruiz Hernández