Había un espacio vacío. Y una línea errante. Venía del infinito. Primero trazó el borde de un hombro plano que se hacía brazo que acababa en una mano bidactilar. La línea proseguía: dibujaba un sobaco que seguía en una raya, recta y horizontal: quizá la figura estaba tendida. La línea giraba: se conformaba una pierna con pie de paleta. En la ingle se creaba una estrella irregular. De ahí la línea subía y dibujaba el corazón, que era sólo un lazo cuyo remate horizontal se hacía cuello, hombro, brazo y una mano en forma de gota. La línea terminó la otra pierna, pero volvió sobre sus pasos: sobretrazaba el brazo. La línea continuó hasta constituir el borde capital, que se transfiguraba en ojo y luego en cabello maraña de dibujo infantil: un extremo venía de la mollera, el otro se hacía un ojo, una ceja y la nariz, que concluía en el filtrum y la boca, que se transmutaba en un garabato de fuego que se volvía habla y sol: un sol-lenguaje, un sol-aliento, un sol-vida.
El hombre lineal, lleno de vida, se puso de pie con una mirada grandiosa.
Enrique Ruiz Hernández