No me desperté enseguida; seguía con los ojos cerrados y oníricas imágenes disconexas que se hilaban poco a poco me venían a la mente. La gente hablaba con vocales muy largas o repititivas; asimismo con las consonantes. Sí, hablaban con palabras de sólo dos letras, y no siempre tenían vocales. Me sentía un poco tenso: quería entender todo lo que decían; sí entendía, pero estaba tenso: no quería interrumpir con un "cómo". Decidí levantarme.
Justo cuando puse un pie en el piso, vinieron a mi mente los números de Catalan, y las palabras de Dyck. Entonces me reí del sueño.
La primera vez que me encontré con los números de Catalan, me fascinaron. Desde entonces no paro de pensar en ellos, y no soy el único: Richard Stanley también tiene catalanía.
Al lado de mi cama siempre tengo una libreta donde escribo todo lo que se me ocurre, o casi todo lo que se me ocurre, porque también se me ocurren imágenes, y las imágenes no se escriben; aunque el 'casi todo' era porque a pesar de que todo el tiempo se me ocurren cosas, no siempre las escribo; realmente no tengo un criterio para decir qué escribiré y qué no. A veces escribo argumentos que demuestran alguna afirmación que he pensado previamente; otras, algún pensamiento suelto, y otras, no sólo escribo, sino también dibujo: triángulos, cuadrados, tableros, diagramas... Las demostraciones con diagramas me fascinan: son simples, sintéticas y, por lo tanto, bellas; no me considero un teórico en Categorías, pero sí un aficionado a la Teoría de Categorías.
Tomé mi libreta y me puse a garabatear: acabo de descubrir que el n-ésimo número de Catalan es el número de maneras de unir con n cuerdas que no se intersectan, 2n puntos sobre la circunferencia de un círculo, y que también es el número de maneras de conectar 2n puntos del plano que yacen sobre una línea horizontal, por medio de n arcos que no se intersectan, de tal manera que cada arco conecta dos de los puntos y está por encima de los puntos; aunque tal vez esto ya lo sabe Stanley.
De pronto, todo me pareció distinto: mi cama, mi cuarto, mi casa, mi edificio, mi unidad, el cielo, las nubes, el sol, mi mundo. Dejé mi libreta sobre el buró y me levanté despacio, muy despacio, cautelosamente, con el cuidado de provocar la menor perturbación posible: no quería que este estado de cosas cambiara, se me escapara, se desvaneciera; era uno de esos momentos que cualquier pequeña inmutación podía hacer desaparecer, como una mariposa que se asusta al menor movimiento a su alrededor, como un pajarito que al menor acercamiento parte volando. Con lentitud y reserva me vestí y puse los tenis. Caminé hacia la puerta, descolgué las llaves del perchero para llaveros y cerré deslizándome por el pequeño resquicio que dejé entre la puerta y el marco. Bajé las escaleras y abandoné el edificio. Miré hacia arriba: el cielo tenía un color peculiar; tal vez se veía lila, con pequeñas vetas verdes, cubierto por rizos blancos y pequeñas masas globulares, los cuales se veían como una pila piramidal incompleta de bolitas de algodón. Hice una mueca por el sol: tengo astigmatismo y la luz me molesta un poco. Bajé la mirada y seguí. Caminé por los pasillos laberínticos de mi unidad hasta salir a la avenida; estaba un poco vacía, condición que me pareció extraña después. Tomé un micro. Bajé cerca de la Terminal del Norte, que fue hacia donde me dirigí.
En la terminal la atmósfera se percibía ligera, tenue, algo inverosímil. Me acerqué a uno de los mostradores de las líneas de autobuses. Un nombre en el tablero de destinos llamó mi atención: Catalania. Decididamente y sólo motivado por mi afición a los números de Catalan, compré un boleto para Catalania. Me dirigí al andén 1, de donde saldría mi camión, con el número 2; al mirar mi número de asiento, me percaté que sin darme cuenta había escogido el número 5. Esperé durante una hora a que mi autobús estuviera listo, no sin impacientarme y pensar con recurrencia progresiva en los números de Catalan, y en el posible aspecto de Catalania. La imaginaba como un pueblito fundado por catalalanes, y que, por lo tanto, era un lugar famoso por su buena butifarra.
Finalmente abordé. Ya sentado, acomodándome y esperando que nadie se sentara a mi lado, o por lo menos nadie desagradable, recordé el número de mi andén, el de mi autobús y el de mi asiento: 1,2,5; intrigado, miré el reloj que estaba justo por encima del chofer: marcaba las 14 horas: 1,2,5,14; no le di importancia y me puse a mirar por la enorme ventanilla mientras pensaba que los asientos en el autobús estaban distribuidos según módulo 4: por ejemplo, el asiento 17 está del lado de la ventanilla y en la misma fila en que estaba mi asiento; más precisamente, los asientos cero módulo 4 están del lado de la ventanilla y no del lado del chofer, los asientos 3 módulo 4 están del lado del pasillo y no del lado del chofer, los asientos 2 módulo 4 están del lado del pasillo y del lado del chofer —aunque no en la fila del chofer—, los asientos 1 módulo 4 están del lado de la ventanilla y del lado del chofer, es decir, de mi mismo lado. Supongo que el asiento del chofer es el -3.
Resoplé un poco: me quería concentrar. Siempre que voy a Oaxaca, me pongo a ver atentamente la ruta que toma el autobús: "cuando vaya en auto a Oaxaca..."; creo que es una buena ruta; pero siempre me intrigan los sonidos de la película en el autobús, y me atrapan: yendo a Oaxaca he visto buenas películas; así que termino sin darme cuenta cómo sale de la ciudad. En esta ocasión, me ocurrió lo mismo.
Ya en la carretera, contemplando las nubes, los cerritos con sus arbustos ralos, la línea blanca de la carretera, los letreros, un número atrajo mi atención: 42; estaba escrito en una de esas paletas metálicas de fondo blanco y signos negros. Justo después, el autobús tomó el lado derecho de una bifurcación: ahora estábamos en el kilómetro 132. El último cartel que pude ver decía "km 429": el paisaje comenzaba a ponerse borroso por la increíble rapidez aparente con la que empezamos a movernos; aparente, porque el autobús no parecía sufrir ningún tipo de vibración o algo que pudiera esperar que fuera consecuencia de tal velocidad. Enseguida repasé en mi mente: "429 es el séptimo número de Catalan, 132 el sexto, 42 el quinto, 14 el cuarto, 5 el tercero, 2 el segundo y 1 el primero". Estaba desconcertado, asombrado, incrédulo, emocionado; reí por un momento; en otro, tuve miedo: "¿adónde voy?, ¿nuestra velocidad crecerá desmesuradamente? Lo más seguro, y quizás lo menos insólito, es que recorramos una espiral de longitud infinita; Catalania ha de estar en el centro, en el centro de la espiral".
Llegamos en 30 minutos. Supongo que me encontré con todos los números de Catalan en una hora y media.
Caminé por el pasillo del autobús con calma, mirando y sintiendo cada uno de mis pasos, avanzando pacientemente y con expectación, detrás de los más apresurados. Cuando llegué a los escalones que van a dar al tablero del chofer, miré al chofer de reojo: siempre creo que quieren que les dé las gracias —los choferes— alguno que está delante de mí es de los que lo hace, y eso me mete la duda: ¿tengo que hacerlo o no? Pero esta vez era distinto: lo miré de reojo porque pensé que tal vez me daría una pista del lugar al que habíamos arribado. Pero nada.
Al salir del autobús, un aire fresco —más bien fresco por el contraste del aire acedo del autobús, como si hubiéramos viajado por horas— me sopló en la cara y en el cuerpo, refrescándome el rostro, las axilas y el vientre. Enseguida sentí hambre. Comencé a buscar alguna tienda de chucherías. Pronto me di cuenta que en Catalania no se hablaba español, o por lo menos el español no se escribía igual que de donde venía: todas las palabras de todos los letreros que vi tenían sólo dos letras, latinas por cierto. Rápidamente encontré una tienda. Tenían papas, cacahuates y gomitas, y otras chatarritas; en sendas envolturas se leían sendas leyendas: "papa", "uauauuauaa" y "ogoogogg" respectivamente. Tomé una bolsa de papa y fui con el tendero. Levanté la bolsa frente a él, sacudiéndola, suponiendo que me entendería, pero simplemente tomó otra bolsa de papa como la mía y la sacudió igual. Me animé y le dije "cuánto", en español. Tomó mi bolsita y la pasó por lo que parecía un lector de código; sólo aparecieron ceros y unos en la pantalla donde normalmente aparecen cantidades. "Binario", sonreí. Sin pensarlo mucho, pasé la cantidad a sistema decimal y le pasé el dinero, mexicano. Entonces me señaló una ventanilla a lo lejos, justo enfrente. Supuse que quería dinero catalanio, y que existía el dinero catalanio. Fui a esa ventanilla, cambié mi dinero y pagué con dinero catalanio, cuyos billetes eran todos de colores muy vistosos; había uno de un color púrpura muy intenso y brillante, con un edificio romanesco gótico en relieve por un lado y con el perfil de Eugène Charles Catalan por el otro, y sobre el edificio, estaba impresa una iridiscente espiral acotada de longitud infinita. A decir verdad, todos tenían, por uno de los lados, el perfil de Eugène Charles Catalan, y por el otro, una espiral iridiscente acotada de longitud infinita, lo cual me dejó francamente muy emocionado. Las monedas que me dieron eran de color cobre opaco; tenían, en una de las caras, un león estilizado parado sobre sus patas traseras sobre un fondo de franjas verticales; en la otra, la denominación y algún personaje que desconocía. Todo eso me hizo pensar en Lesotho. Tomé un tata (taxi), y al taxista le dije con gestos que quería dormir —acostándome sobre el asiento y fingiendo que roncaba—; no porque quisiera dormir, sino porque no se me ocurrió otra manera de decirle que quería ir a un hotel.
El hotel se llamaba La On Lolo Trtr Momomo. Haciendo cuentas, sólo me alcanzaba para una noche. Salí a caminar.1
1El relato completo aparece en el libro Neftis Amonet y otros relatos.
Justo cuando puse un pie en el piso, vinieron a mi mente los números de Catalan, y las palabras de Dyck. Entonces me reí del sueño.
La primera vez que me encontré con los números de Catalan, me fascinaron. Desde entonces no paro de pensar en ellos, y no soy el único: Richard Stanley también tiene catalanía.
Al lado de mi cama siempre tengo una libreta donde escribo todo lo que se me ocurre, o casi todo lo que se me ocurre, porque también se me ocurren imágenes, y las imágenes no se escriben; aunque el 'casi todo' era porque a pesar de que todo el tiempo se me ocurren cosas, no siempre las escribo; realmente no tengo un criterio para decir qué escribiré y qué no. A veces escribo argumentos que demuestran alguna afirmación que he pensado previamente; otras, algún pensamiento suelto, y otras, no sólo escribo, sino también dibujo: triángulos, cuadrados, tableros, diagramas... Las demostraciones con diagramas me fascinan: son simples, sintéticas y, por lo tanto, bellas; no me considero un teórico en Categorías, pero sí un aficionado a la Teoría de Categorías.
Tomé mi libreta y me puse a garabatear: acabo de descubrir que el n-ésimo número de Catalan es el número de maneras de unir con n cuerdas que no se intersectan, 2n puntos sobre la circunferencia de un círculo, y que también es el número de maneras de conectar 2n puntos del plano que yacen sobre una línea horizontal, por medio de n arcos que no se intersectan, de tal manera que cada arco conecta dos de los puntos y está por encima de los puntos; aunque tal vez esto ya lo sabe Stanley.
De pronto, todo me pareció distinto: mi cama, mi cuarto, mi casa, mi edificio, mi unidad, el cielo, las nubes, el sol, mi mundo. Dejé mi libreta sobre el buró y me levanté despacio, muy despacio, cautelosamente, con el cuidado de provocar la menor perturbación posible: no quería que este estado de cosas cambiara, se me escapara, se desvaneciera; era uno de esos momentos que cualquier pequeña inmutación podía hacer desaparecer, como una mariposa que se asusta al menor movimiento a su alrededor, como un pajarito que al menor acercamiento parte volando. Con lentitud y reserva me vestí y puse los tenis. Caminé hacia la puerta, descolgué las llaves del perchero para llaveros y cerré deslizándome por el pequeño resquicio que dejé entre la puerta y el marco. Bajé las escaleras y abandoné el edificio. Miré hacia arriba: el cielo tenía un color peculiar; tal vez se veía lila, con pequeñas vetas verdes, cubierto por rizos blancos y pequeñas masas globulares, los cuales se veían como una pila piramidal incompleta de bolitas de algodón. Hice una mueca por el sol: tengo astigmatismo y la luz me molesta un poco. Bajé la mirada y seguí. Caminé por los pasillos laberínticos de mi unidad hasta salir a la avenida; estaba un poco vacía, condición que me pareció extraña después. Tomé un micro. Bajé cerca de la Terminal del Norte, que fue hacia donde me dirigí.
En la terminal la atmósfera se percibía ligera, tenue, algo inverosímil. Me acerqué a uno de los mostradores de las líneas de autobuses. Un nombre en el tablero de destinos llamó mi atención: Catalania. Decididamente y sólo motivado por mi afición a los números de Catalan, compré un boleto para Catalania. Me dirigí al andén 1, de donde saldría mi camión, con el número 2; al mirar mi número de asiento, me percaté que sin darme cuenta había escogido el número 5. Esperé durante una hora a que mi autobús estuviera listo, no sin impacientarme y pensar con recurrencia progresiva en los números de Catalan, y en el posible aspecto de Catalania. La imaginaba como un pueblito fundado por catalalanes, y que, por lo tanto, era un lugar famoso por su buena butifarra.
Finalmente abordé. Ya sentado, acomodándome y esperando que nadie se sentara a mi lado, o por lo menos nadie desagradable, recordé el número de mi andén, el de mi autobús y el de mi asiento: 1,2,5; intrigado, miré el reloj que estaba justo por encima del chofer: marcaba las 14 horas: 1,2,5,14; no le di importancia y me puse a mirar por la enorme ventanilla mientras pensaba que los asientos en el autobús estaban distribuidos según módulo 4: por ejemplo, el asiento 17 está del lado de la ventanilla y en la misma fila en que estaba mi asiento; más precisamente, los asientos cero módulo 4 están del lado de la ventanilla y no del lado del chofer, los asientos 3 módulo 4 están del lado del pasillo y no del lado del chofer, los asientos 2 módulo 4 están del lado del pasillo y del lado del chofer —aunque no en la fila del chofer—, los asientos 1 módulo 4 están del lado de la ventanilla y del lado del chofer, es decir, de mi mismo lado. Supongo que el asiento del chofer es el -3.
Resoplé un poco: me quería concentrar. Siempre que voy a Oaxaca, me pongo a ver atentamente la ruta que toma el autobús: "cuando vaya en auto a Oaxaca..."; creo que es una buena ruta; pero siempre me intrigan los sonidos de la película en el autobús, y me atrapan: yendo a Oaxaca he visto buenas películas; así que termino sin darme cuenta cómo sale de la ciudad. En esta ocasión, me ocurrió lo mismo.
Ya en la carretera, contemplando las nubes, los cerritos con sus arbustos ralos, la línea blanca de la carretera, los letreros, un número atrajo mi atención: 42; estaba escrito en una de esas paletas metálicas de fondo blanco y signos negros. Justo después, el autobús tomó el lado derecho de una bifurcación: ahora estábamos en el kilómetro 132. El último cartel que pude ver decía "km 429": el paisaje comenzaba a ponerse borroso por la increíble rapidez aparente con la que empezamos a movernos; aparente, porque el autobús no parecía sufrir ningún tipo de vibración o algo que pudiera esperar que fuera consecuencia de tal velocidad. Enseguida repasé en mi mente: "429 es el séptimo número de Catalan, 132 el sexto, 42 el quinto, 14 el cuarto, 5 el tercero, 2 el segundo y 1 el primero". Estaba desconcertado, asombrado, incrédulo, emocionado; reí por un momento; en otro, tuve miedo: "¿adónde voy?, ¿nuestra velocidad crecerá desmesuradamente? Lo más seguro, y quizás lo menos insólito, es que recorramos una espiral de longitud infinita; Catalania ha de estar en el centro, en el centro de la espiral".
Llegamos en 30 minutos. Supongo que me encontré con todos los números de Catalan en una hora y media.
Caminé por el pasillo del autobús con calma, mirando y sintiendo cada uno de mis pasos, avanzando pacientemente y con expectación, detrás de los más apresurados. Cuando llegué a los escalones que van a dar al tablero del chofer, miré al chofer de reojo: siempre creo que quieren que les dé las gracias —los choferes— alguno que está delante de mí es de los que lo hace, y eso me mete la duda: ¿tengo que hacerlo o no? Pero esta vez era distinto: lo miré de reojo porque pensé que tal vez me daría una pista del lugar al que habíamos arribado. Pero nada.
Al salir del autobús, un aire fresco —más bien fresco por el contraste del aire acedo del autobús, como si hubiéramos viajado por horas— me sopló en la cara y en el cuerpo, refrescándome el rostro, las axilas y el vientre. Enseguida sentí hambre. Comencé a buscar alguna tienda de chucherías. Pronto me di cuenta que en Catalania no se hablaba español, o por lo menos el español no se escribía igual que de donde venía: todas las palabras de todos los letreros que vi tenían sólo dos letras, latinas por cierto. Rápidamente encontré una tienda. Tenían papas, cacahuates y gomitas, y otras chatarritas; en sendas envolturas se leían sendas leyendas: "papa", "uauauuauaa" y "ogoogogg" respectivamente. Tomé una bolsa de papa y fui con el tendero. Levanté la bolsa frente a él, sacudiéndola, suponiendo que me entendería, pero simplemente tomó otra bolsa de papa como la mía y la sacudió igual. Me animé y le dije "cuánto", en español. Tomó mi bolsita y la pasó por lo que parecía un lector de código; sólo aparecieron ceros y unos en la pantalla donde normalmente aparecen cantidades. "Binario", sonreí. Sin pensarlo mucho, pasé la cantidad a sistema decimal y le pasé el dinero, mexicano. Entonces me señaló una ventanilla a lo lejos, justo enfrente. Supuse que quería dinero catalanio, y que existía el dinero catalanio. Fui a esa ventanilla, cambié mi dinero y pagué con dinero catalanio, cuyos billetes eran todos de colores muy vistosos; había uno de un color púrpura muy intenso y brillante, con un edificio romanesco gótico en relieve por un lado y con el perfil de Eugène Charles Catalan por el otro, y sobre el edificio, estaba impresa una iridiscente espiral acotada de longitud infinita. A decir verdad, todos tenían, por uno de los lados, el perfil de Eugène Charles Catalan, y por el otro, una espiral iridiscente acotada de longitud infinita, lo cual me dejó francamente muy emocionado. Las monedas que me dieron eran de color cobre opaco; tenían, en una de las caras, un león estilizado parado sobre sus patas traseras sobre un fondo de franjas verticales; en la otra, la denominación y algún personaje que desconocía. Todo eso me hizo pensar en Lesotho. Tomé un tata (taxi), y al taxista le dije con gestos que quería dormir —acostándome sobre el asiento y fingiendo que roncaba—; no porque quisiera dormir, sino porque no se me ocurrió otra manera de decirle que quería ir a un hotel.
El hotel se llamaba La On Lolo Trtr Momomo. Haciendo cuentas, sólo me alcanzaba para una noche. Salí a caminar.1
1El relato completo aparece en el libro Neftis Amonet y otros relatos.