Había unos hombres a la entrada de la puerta, todos con sombreros, verdes, extrañamente, si se piensa con detenimiento y cesudez. Uno llevaba una pistola dorada, posiblemente de oro de 24 kilates, como todo hombre que se quiere dar a respetar. Los demás simplemente lo imitaban. Impresionados por aquel hombre de pistola dorada seguramente de oro, abrimos un poco los ojos de asombro pero lo sufientemente poco como para pensar que el hombre de la pistola dorada no se hubiera dado cuenta.
Depués de unos segundos todo volvió a la normalidad: hombres que juegan a las cartas mientras se beben un tequila, un pulque o un mezcal; mujeres vehementemente maquilladas hasta casi hacer desaparecer sus rasgos frescos, lozanos y jóvenes o caducos, marchitos y viejos se pasean entre los ebrios, jugadores y simples parroquianos que sólo quieren apaciguar su soledad; dos cantineros que entienden de gestos cualquier deseo de los clientes: una mano levantada con pesadez y dejada caer prontamente, un tequila; los dos brazos recargados con negligencia y aparente despreocupación, un pulque; una inclinación hacia la barra con una mano que pide acercamiento para ser escuchado atentamente por el cantinero, un mezcal.
— Nunca había visto una pistola como ésa —dije en voz baja, casi entre los dientes y con los ojos dirigidos hacia el grupo de hombres con sombreros verdes.
— Ni yo tampoco —dijo Maclovio con indiferencia mientras miraba sus cartas.
— Segurito es un matón —dijo Lencho con harta seguridad mirando de soslayo al grupo de hombres con sombreros verdes, bajando y subiendo la vista, por miedo a tropezar su mirada con la del hombre de la pistola dorada. Lencho siempre ha sido un collón.
— Segurito que sí —enfaticé, con una mueca en que las comisuras de la boca hacen una herradura con los extemos hacia el piso, con seguridad mecánica y aparente reflexión pues.
Los hombres con sombreros verdes caminaron entre las mesas, el de la pistola dorada por delante, los otros detrás de él; éste lo hacía mirando de un lado al otro, con superioridad, soberbia, con tanta seguridad y tanta temeridad que hasta los perros que descansaban en el suelo se levantaban chillando a su paso; los otros no eran nada: simples seguidores, lacayos lamebotas que hasta el más débil simún asustaría.
El hombre de la pistola dorada levantó su mano derecha con pesadez y la dejó caer prontamente sobre la barra. El cantinero más gordo ya estaba sirviendo un tequila. "Un tequila", reclamó el hombre de la pistola dorada. Justo cuando el cantinero llevaba el tequila listo, el sudor en su mano lo traicionó: pasmado, vio caer con una lentitud sobrenatural el caballito de tequila. Crrrsh: alzó rápidamente su mirada hacia la del hombre de la pistola dorada. "Imbécil", gritó éste. "Tráeme otro".
Maclovio se levantó de su silla, ruidosamente. Los hombres con sombreros verdes voltearon, lo miraron, salvo el de la pistola dorada.
— Nadie le grita "imbécil" a mi amigo —reclamó Maclovio.
— Yo le grito "imbécil" a quien me venga en gana, imbécil —dijo con desafío, con su mano pegadita en la funda de su pistola color oro, como el de un buen mezcal de gusano.
— ¿Tons qué? ¿Afuera? —dijo Maclovio como si invitara a un niño a un duelo de canicas.
— Ja. Seguro —dijo con tanta confianza que todos pensamos: pobre Maclovio, ya se lo cargó la chingada.
Algunos en el pórtico, como yo, y otros detrás de las ventanas, mirábamos al hombre de la pistola dorada y a Maclovio enfrentados con un temor que apretaba el cuello y cerraba la garganta pero con una postura tan indiferente que nadie veía nuestro miedo, ni yo en un espejo.
El sol estaba en su zenit. Un simún sopló; calentó las pistolas hasta hacerlas intomables. Maclovio movió primero su mano; la pistola dorada se encontró sorprendentemente primero en el aire que la de Maclovio; un tronido de bala derribó antes al hombre de la pistola dorada; éste alcanzó, sin embargo, a sacar un tiro; Maclovio nunca disparó. Maclovio estaba herido. El hombre de la pistola dorada, muerto.
Maclovio se dio cuenta; me miró; se acercó lentamente hacia mí, indeciso, pero siempre manteniendo la mirada en la mía. Se detuvo; pude percibir su olor fermentado por el miedo y el calor; vi lo rojos que estaban sus ojos, llorosos, cristalinos.
Maclovio me mató.1
1Este relato aparece, después de ser tallereado, en el libro Neftis Amonet y otros relatos.
Depués de unos segundos todo volvió a la normalidad: hombres que juegan a las cartas mientras se beben un tequila, un pulque o un mezcal; mujeres vehementemente maquilladas hasta casi hacer desaparecer sus rasgos frescos, lozanos y jóvenes o caducos, marchitos y viejos se pasean entre los ebrios, jugadores y simples parroquianos que sólo quieren apaciguar su soledad; dos cantineros que entienden de gestos cualquier deseo de los clientes: una mano levantada con pesadez y dejada caer prontamente, un tequila; los dos brazos recargados con negligencia y aparente despreocupación, un pulque; una inclinación hacia la barra con una mano que pide acercamiento para ser escuchado atentamente por el cantinero, un mezcal.
— Nunca había visto una pistola como ésa —dije en voz baja, casi entre los dientes y con los ojos dirigidos hacia el grupo de hombres con sombreros verdes.
— Ni yo tampoco —dijo Maclovio con indiferencia mientras miraba sus cartas.
— Segurito es un matón —dijo Lencho con harta seguridad mirando de soslayo al grupo de hombres con sombreros verdes, bajando y subiendo la vista, por miedo a tropezar su mirada con la del hombre de la pistola dorada. Lencho siempre ha sido un collón.
— Segurito que sí —enfaticé, con una mueca en que las comisuras de la boca hacen una herradura con los extemos hacia el piso, con seguridad mecánica y aparente reflexión pues.
Los hombres con sombreros verdes caminaron entre las mesas, el de la pistola dorada por delante, los otros detrás de él; éste lo hacía mirando de un lado al otro, con superioridad, soberbia, con tanta seguridad y tanta temeridad que hasta los perros que descansaban en el suelo se levantaban chillando a su paso; los otros no eran nada: simples seguidores, lacayos lamebotas que hasta el más débil simún asustaría.
El hombre de la pistola dorada levantó su mano derecha con pesadez y la dejó caer prontamente sobre la barra. El cantinero más gordo ya estaba sirviendo un tequila. "Un tequila", reclamó el hombre de la pistola dorada. Justo cuando el cantinero llevaba el tequila listo, el sudor en su mano lo traicionó: pasmado, vio caer con una lentitud sobrenatural el caballito de tequila. Crrrsh: alzó rápidamente su mirada hacia la del hombre de la pistola dorada. "Imbécil", gritó éste. "Tráeme otro".
Maclovio se levantó de su silla, ruidosamente. Los hombres con sombreros verdes voltearon, lo miraron, salvo el de la pistola dorada.
— Nadie le grita "imbécil" a mi amigo —reclamó Maclovio.
— Yo le grito "imbécil" a quien me venga en gana, imbécil —dijo con desafío, con su mano pegadita en la funda de su pistola color oro, como el de un buen mezcal de gusano.
— ¿Tons qué? ¿Afuera? —dijo Maclovio como si invitara a un niño a un duelo de canicas.
— Ja. Seguro —dijo con tanta confianza que todos pensamos: pobre Maclovio, ya se lo cargó la chingada.
Algunos en el pórtico, como yo, y otros detrás de las ventanas, mirábamos al hombre de la pistola dorada y a Maclovio enfrentados con un temor que apretaba el cuello y cerraba la garganta pero con una postura tan indiferente que nadie veía nuestro miedo, ni yo en un espejo.
El sol estaba en su zenit. Un simún sopló; calentó las pistolas hasta hacerlas intomables. Maclovio movió primero su mano; la pistola dorada se encontró sorprendentemente primero en el aire que la de Maclovio; un tronido de bala derribó antes al hombre de la pistola dorada; éste alcanzó, sin embargo, a sacar un tiro; Maclovio nunca disparó. Maclovio estaba herido. El hombre de la pistola dorada, muerto.
Maclovio se dio cuenta; me miró; se acercó lentamente hacia mí, indeciso, pero siempre manteniendo la mirada en la mía. Se detuvo; pude percibir su olor fermentado por el miedo y el calor; vi lo rojos que estaban sus ojos, llorosos, cristalinos.
Maclovio me mató.1
1Este relato aparece, después de ser tallereado, en el libro Neftis Amonet y otros relatos.